Con ella aprendí a tomar uvas con queso porque saben a beso terminaba diciendo, y yo la creía. Pero cuando a mis varoniles doce años besé, por primera vez, a la chica más guapa y deseable de la clase, comprobé que no era cierto. El beso me supo a pan crujiente con una onza de chocolate dentro.
Al llegar a casa fui a la cocina para decírselo. Vamos a comprobarlo. Llamó al abuelo que leía el periódico embutido en sus pantuflas y delante de mí le besó igual que las actrices en las películas.
‒¿A qué viene esto? ‒dijo mi asombrado abuelo quitándose las gafas.
‒Es para comprobar a qué saben los besos.
El abuelo cabizbajo se marchó murmurando: ‒Estás echando a perder al chico. Lo que tiene que hacer es ponerse a estudiar.
La abuela me guiñó un ojo y llegó a la conclusión de que cada beso podría saber diferente. Y me animó a seguir investigando.
El segundo beso me supo a bocadillo de jamón ibérico con esas vetas que parecen hilos. El tercero a potaje de semana santa. El cuarto a macarrones con chorizo.
Me aficioné a los besos y he terminado formando parte de ese selecto grupo de personas que conceden las estrellas Michelín a los mejores restaurantes.
Gracias, adorada abuela, sin ti nunca hubiese aprendido a besar, ni hubiese llegado a ser tan buen crítico gastronómico.
© Marieta Alonso Más
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