La anciana y su gato, tumbado
boca arriba, se mecían de forma rítmica llevando el compás de una música
imaginaria. Ambos con sus pensamientos. No se escuchaba ni el croar de las
ranas, ni el rumor de las hojas de los árboles mecidas por el viento. En el
puente ‒su puente‒ que veía a través de la ventana del salón, no había moho, ni
hierbas…, granito, solo granito. Era su guarida inexpugnable donde se escondía
siendo joven a llorar sus penas. Un amigo fiel.
Un día borrascoso su marido lo
cruzó y desapareció sin dejar rastro. Se preguntaba si habría muerto en alguna
esquina, ¡ojalá!, o si se fue a vivir la vida. Cada día miraba esas piedras que
le ayudaron a marchar, y le daba gracias a su santa preferida por haberla
escuchado. Naturalmente, no amaba a su marido.
El silencio se hizo de pronto
en aquella habitación cuando la mujer y el gato dejaron de mover pies y patas.
Saltó el minino sin dar tiempo a que la anciana pudiera abrazarlo y se oyó un
golpe seco.
‒Abuela ¿qué sucede? Haz el
favor de no tropezar, no vayas a perder el equilibrio.
‒Como si yo pudiera evitar
caerme.
‒Pero, ¿qué ha sido ese
ruido?
‒Nada. El gato cazó un ratón.
Su nieta estudiaba en la
habitación contigua. Era su única familia, sin contar al gato. El reloj de cuco
dio una campanada, hora de hacer la comida. No me apetece levantarme, se dijo.
Ya la haré dentro de un rato.
Y miró por la ventana el sol reflejándose
en el río. La corriente que entraba por la puerta abierta hizo que la anciana
se arrebujara en su chal. El gato con la panza llena saltó de nuevo a su
regazo.
Lo importante es vivir sin
pasar hambre ‒adoctrinaba la madre‒ no desperdicies tu belleza con ningún
mindundi. Pero ella, en aquel entonces, necesitaba amar y ser correspondida. No
tuvo elección. Fue arrojada a los brazos de un hombre que tenía el vicio de la
violencia y la virtud de ser rico. En el momento en que se desvaneció en la
niebla ella estaba de cinco meses. Lidió con madre e hija para salir adelante. Al
principio, los suegros le daban algún dinerito, luego se les olvidó.
Pasó los años cose que te
cose. Su época más feliz fue cuando la hija marchó y la madre murió. Y pudo
vivir sin tapujos con Alfredo, su novio desde que tenía diez años, un don
nadie, era verdad, un simple jornalero que le brindaba paga y ternura.
La paz y el amor le duró
demasiado poco, cinco años escasos. Lástima. Alfredo la quería tanto que si le
hubiese encargado la luna seguro que se la habría traído. No pudo llorar su
duelo, a los quince días, la hija enferma se presentó con esa nieta sin cumplir
el año y vuelta a empezar.
La música surgió de nuevo en
su cabeza y retornó a llevar el compás con los pies, el gato la imitó, esta
vez, con la cabeza. Si pudiera volver a nacer, con la experiencia de ahora… De
lo que no se arrepintió nunca fue de haberse enfrentado a la falsa moral de su
pueblo, a las habladurías.
Una figura encorvada,
ayudándose con un bastón, atraviesa el puente. Tiene un aire familiar. No. Sí.
Lo que le faltaba. Por favor santa Bárbara ¡espabila! Envíale truenos, rayos, piedras,
y si me aceptaras una breve sugerencia, con un buen empujón, bastaría.
© Marieta Alonso Más
Muy bien escrito. Me ha gustado.
ResponderEliminarMuchas gracias Blanca por tus comentarios. Eres un cielo.
Eliminar