domingo, 29 de septiembre de 2019

Cristina Vázquez: Sirenas






El rastro de la luna, cada vez más lejano, Magdalena lo seguía atenta porque significaba que la noche se iba desgastando sin que hubiera vuelto Juan. Desde su cabaña veía con la precisión de los ojos y de la memoria cada destello sobre el agua, el del faro, el de la luna y las luces de colores de los barquitos de pesca al volver. Pero esa noche no había ninguna y le dolían los huesos, y el dolor era el aviso de algo y Juan no estaba.

Desde muy pequeña, cuando el mar la echó en la playa como única superviviente de un naufragio, le empezaron a doler los huesos cada vez que iba a suceder algo. La encontraron medio muerta sobre las rocas, con las piernas entumecidas por el dolor. Apiadados, la llevaban a la orilla pues ahí parecía revivir, y poco a poco empezó a caminar y a nadar. Al ir haciéndose mayor, las noches de luna se bañaba en el mar persiguiendo su rastro en el agua y los hombres la llamaban la sirena, unos con desprecio, muchos con deseo y otros por costumbre.

El único que la seguía con su barquita por el camino de luz donde ella se sumergía, solitaria y desnuda, hasta perderse en las profundidades, era Juan. Decían que era bruja y que nadie la vio nunca entrar ni salir del agua. Incluso cuando tardaba en aparecer por el pueblo, murmuraban que esta vez sí se había ahogado y que merecido se lo tenía, pero a los pocos días aparecía reluciente y extraña.

Hablaba poco y con dulzura, pero si algún hombre la ofendía, un cuchillo afilado despuntaba gotas de sangre en cualquier cuello. Les daba miedo esa hermosa mujer y nunca se dejó tocar ni amar por nadie. Desde la primera vez que la conoció, Juan la quiso, y un amor de sabor salado, de frescura de algas le inundaba al verla. Una noche en que él estaba en su barca mar adentro siguiéndola, apareció inesperadamente en la proa y le invitó a tirarse con ella al mar. Fue la primera vez que se amaron en el agua profunda y fría, y lo hicieron otras lunas y muchas más.
Al volver Juan de pescar llamaba a la puerta de su cabaña.

— Ya estoy, sirenita, ya he vuelto.

Unas veces abría y otras le mandaba una señal con su lámpara de petróleo que significaba, márchate.

Y así pasaron los años. Ahora la llamaban la vieja sirena, pues aunque su cuerpo aún fuera espigado y los ojos mantuvieran ese insondable color, su aire reluciente se había apagado. Ya no perseguía el rastro de la luna en el agua.

Esa noche que tanto le dolían los huesos, los barcos no habían vuelto, ni Juan llamado a su puerta. Una angustia que nunca antes había sentido la decidió a coger un farol para buscarlo y si no, dejarse mecer en las olas hasta desaparecer.

Al salir tropezó con un bulto.

— ¿A dónde vas?, ¿no ves que soy yo? —le espetó una voz soñolienta.

— ¿Por qué no has llamado? Creí que mis huesos me hablaban y que algo te había sucedido —le respondió con voz alterada.

Él se levantó con pesadez y pasándole una mano por los hombros le dijo con seriedad.

— No he llamado porque nunca más voy a hacerlo —le sonrió—. Déjate de huesos y vamos para dentro que ya estamos mayores para estos juegos.

Ella le miró con el último reflejo de la luna y de su farol. Y por primera vez supo a qué sabían sus lágrimas. No creí que fueran tan saladas le confesó sorprendida.

— Será por tanto mar que llevas dentro —le susurró él mientras cerraba la puerta.


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