—Volveremos antes de haber salido —dice
Esteban desde la puerta. Lleva un niño de cada mano y está exultante
ante la proximidad de la jornada de caza. Mirándolos con displicencia,
Raquel piensa que son tan feos como su padre. Patizambos, con los
dientes torcidos y ese pelo que parecen cepillos viejos. Como si me
importara. Ojalá no volvieran. Su marido pide un beso de despedida, ella
tose y dice que no quiere contagiarlos.
—Tómate el jarabe que le receté a Florián la semana pasada, está sobre la repisa de la cocina.
La mujer no contesta, agita la mano y se
va camino de su dormitorio. Tiene todo el día para leer, dar un paseo e
intentar una conversación con alguna vecina. Hablar, pero ¿De qué? Los
discursos de la gente del pueblo la aburren, siempre alrededor de los
niños, los huertos y los animales.
Él le había dicho que buscara una
actividad, un curso de enfermería, por ejemplo, ya que el invierno
estaba siendo duro y los niños vuelven con catarros un día sí y el otro
también.
—Aunque tienes la suerte de que haya un médico en casa, me vendría bien cierta ayuda. —Repetía con suficiencia.
¿Estaba loco? No, es que nunca se había
detenido en pensar en las necesidades de su esposa. Ella odia los mocos,
las varicelas y las fiebres. Le contestó que lo hiciera la criada, que
para eso le pagaban.
—Es que si se diploma como enfermera,
buscará un trabajo como tal y la perderemos. Y ¿hay algo más
desagradable que instruir al personal doméstico?
Ella bajó la vista hacia su labor y no le contestó.
Ya en el vestidor, busca algo que
ponerse, el traje nuevo que compró ayer en la ciudad. Toca la tela, tan
suave como su piel, se la pasa por la mejilla y observa su imagen en el
espejo. Necesito un cambio de peinado. En realidad, lo que necesito es
un cambio de vida. Pone los frascos de perfume en fila, los olfatea y
elige uno. Huele a jazmines, ese olor de la casa de su madre. Entonces,
recuerda lo que le dijo cuando se resistía a casarse con Esteban: «Es un
buen hombre, y los hombres buenos no son como los autobuses, no pasa
uno cada veinte minutos.» Y ella aceptó la boda.
En la calle la gente endomingada pasea
con aire de satisfacción. Raquel camina despacio, dándoles tiempo a que
la observen, a que la admiren. ¡Son tan vulgares! Se detiene unos
instantes a hablar con la mujer del boticario y regresa a su casa, a
salvo de la mediocridad. Se sienta ante la chimenea, aun con el abrigo
puesto y con las manos enguantadas sobre el regazo. La mirada se pierde
en el fuego, recordando aquel breve romance que endulzó su vida por un
tiempo.
Temeraria, no tuvo necesidad de vencer
obstáculos morales. Se merecía una historia de amor, el destino estaba
en deuda con ella al haberla condenado a esa aburrida cotidianeidad. Lo
suyo no era adulterio.
Recibió la carta de despedida de su
amante poco antes de la cena. También era domingo y al igual que hoy, su
marido e hijos habían salido de caza y cuando regresaron y la instaron a
que cenara con ellos, se sentó a la mesa. Le parecía que toda
la amargura de la vida estaba servida en su plato y, junto con el humo
del hervido, de lo más hondo del alma le subían otras bocanadas de
desabrimiento.
Llaman a la puerta. Es Teobaldo, el
librero, que le trae el ejemplar que había encargado. Con la sonrisa que
oculta un bostezo de hastío, lo hace pasar. Al cruzarse con ella, su
olor a hombre y a tabaco la excitan. Cierra la puerta sin dejar de
contemplarle la espalda. No está mal, piensa, es joven, lee, y como ha
viajado quizás pueda ser un amante entretenido y, sin más, lo invita a
tomar el té.
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