miércoles, 29 de enero de 2020

Cristina Vázquez: Los nuevos tiempos


Para Pablo, mi querido nieto


Lo primero que hizo al sentarse en el avión fue abrir su bolso y sacar una pastilla rosa de trankimax y una petaca de plata, recuerdo de Gerardo, con el gin tonic caliente. Ese era el fallo, tendría que hacerse con una térmica, pero con lo odiosos que eran ahora en los aeropuertos, imposible. Se tomaba sorbitos pequeños de la bebida, como si de una medicina se tratase, pues había leído en la biografía de Luis Buñuel, un señor listísimo, que la ginebra era lo mejor para vencer el miedo a volar y que él también se preparaba su petaca, porque cuando te servían algo, ya era tarde y estabas deshecha de nervios. Se apretó el cinturón, aunque qué más da, si se estrellaban el cinturón le quedaría de pendiente.
Empezó a repasar mentalmente su equipaje, esperaba llevar todo lo necesario para este viaje inaugural de su viudedad. Dio otro sorbito para animarse, vida nueva, tiempos nuevos y una lágrima intentó escaparse, pero sería terrible un churrete de rimel antes de despegar, e hizo un esfuerzo por no recordar las innumerables veces que Gerardo le cogía la mano en estos momentos. El orondo, feliz y mandón Gerardo que tan buen marido fue. La cuidó como un padre, no en vano le llevaba veinte años. Su querida Lulú, le susurraba, mi nenita bonita, y ella sonreía igual que una postal de colores brillantes. ¡Era tan feliz al verla contenta! Eso sí, también como un padre le indicaba continuamente el camino a seguir, qué ponerse, los sitios de veraneo y los amigos, en su mayoría de él, y ella, resignada, representaba el papel de la nena bonita. Era tan fácil. Al principio le pareció reconfortante que le dedicara tanta atención, que trazara con mano firme las decisiones, y cuando atisbaba que ella se iba diluyendo en una figura borrosa, y se entristecía o quería replicar, él le regalaba joyas, muchas joyas. No podía no estar enamorada de un hombre con esa bondadosa entrega y generosidad.
Nunca quiso que se separara de él ni un minuto. Y ahora iba y se moría y la dejaba sola. Sí, completamente sola. Así que se apuntó a un viaje en grupo para exorcizar su tristeza y su soledad y quién sabe, la vida siempre, siempre, continúa. Aunque la decepción en el aeropuerto al ver a sus compañeros con atuendos inesperados, zapatillas deportivas, pantalones llenos de bolsillos, mochilas, gorras y muchas risas, como si ya se conocieran todos, la decepcionó. Ella que iba con un tacón y un maquillaje discreto. Antes se tenía toilette de viaje, pero ahora como cualquiera viajaba. ¡Los nuevos tiempos!
El efecto del alcohol y la pastilla la fueron relajando y deseó poder volar sola, sin sufrir, sin necesitar un golpecito en la mano, ni una mirada de reconocimiento o aprobación. Volar, volar en ese perfecto azul infinito que veía por la ventanilla, sin peso ni equipaje, ni palabras, ni joyas. Libre. Cerró los ojos y echó una cabezada.
El resort lleno de palmeras con bienvenida de zumos exóticos, sombreros de paja, tarjetas para ponerte en el pecho y poder llamar enseguida por su nombre a cualquiera ¿Lulú? No, Lucila, le produjo una sensación de pérdida. ¿Qué hacía ahí? ¿Sería capaz?, y se fue a su cuarto con rigidez en la espalda por el cansancio del viaje y la sorpresa de tener que arrastrar su maleta. ¡Los nuevos y solitarios tiempos!
Hizo varios intentos de integración, de bebidas con sombrillitas de colores, de apuntarse a excursiones y hasta a un concurso, pero se instalaba en ella la certeza de no tener las condiciones necesarias para pertenecer a la manada.
Una mañana transparente, tumbada a la espera de no sabía qué, de pronto se fijó en un niño que corría al borde del mar con los brazos abiertos en aspa. Iba y venía como si agarrara el aire con sus manos, concentrado en su juego. Se mojaba los pies alejándose de la ola y reía. Creaba su propio espacio, feliz, sin necesidad de los demás. Y se vio de niña saltando en el borde del mar con ese mismo ímpetu y plenitud, con esa misma irreverencia hacia el tiempo, con la perfecta dejadez de la infancia en la que todo se abre a cualquier posibilidad. Eso dormía dentro de ella, cuando todo era también azul, con la luz brillante reflejándose en el mar, como si cada mañana de verano se estrenara la vida. Por primera vez en mucho tiempo sintió paz y sonrió. Lo suyo no era los viajes en grupo, pero el mundo y su belleza estaban ahí esperándola. Se acercó a la orilla y al pasar, le acarició la cabeza. Él niño la miró sorprendido y siguió indiferente en su juego. Tuvo la certeza de que ya empezaban los nuevos tiempos.



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