martes, 11 de febrero de 2020

Socorro González-Sepúlveda Romeral: El café




No era un auténtico café, era un bar como los demás, pero todos le llamaban «El Café». En la época de la que os hablo, lo regentaban Rufino y su mujer Petronila, Petrola en confianza. Esta era el alma del establecimiento: alta y fuerte, con un ojo de cristal, que miraba fijamente a ninguna parte, tenía buen corazón y buena mano para la cocina. Sus guisos eran célebres y celebrados por todos los clientes del Café a quiénes ella tenía encandilados con sus saberes culinarios.

El local estaba situado en la calle Mayor, cerca de la plaza de la iglesia. Era un establecimiento pequeño, cabían apenas seis mesas de mármol y unas cuantas sillas, además del mostrador de madera, tras el cual se alineaban las botellas de anís del Mono y otros licores. Un perchero, unos cuantos carteles de nitrato de Chile distribuidos en las paredes y una estufa de leña, siempre encendida en invierno, hacían del local un sitio acogedor.

En una de esas mesas, la que estaba más cerca de la estufa, se reunían los asiduos: Florencio el viudo, el tío Miguelón, fuerte como dos álamos juntos, el viejo médico, don Jesús, Félix el carpintero y mi padre. Todos iban a hacer «la partida» por las tardes y allí se pasaban las horas muertas hasta la hora de cenar. Con frecuencia, mi madre nos mandaba a mi hermano el pequeño o a mí a buscar a mi padre al Café. Recuerdo aquellas noches oscuras y frías en las que volvía con mi padre a casa.  Recuerdo, sobre todo, cuando él me arropaba con su pelliza, a mí me encantaba el olor a tabaco negro y a leña quemada que despedía.   

A mi padre, la cena de casa siempre le sabía insípida, deslavazada,  agua chirle, cuando la comparaba con los guisos de Petrola y mi madre, que estaba más que harta de aquellas comparaciones, llegó a coger un poco de manía al Café, a los tertulianos y, sobre todo, a Petrola de la  que estaba un poco celosa.

Jugaban a las cartas como siempre, aquella tarde aciaga, en que se ahorcó el herrero y, no dejó ni una carta de despedida para su mujer y sus hijos. Se desató una discusión sobre la valentía o cobardía de los suicidas, pero no se pusieron de acuerdo. El médico decía que los suicidas estaban cansados de vivir y que por eso ponían fin a su vida, el tío Miguelón dijo que era una cobardía. Petrola, con su ojo de cristal que miraba fijamente a ninguna parte, preparó enseguida una perola de estofado de patatas para llevar a los hijos del ahorcado. 

Mientras, no paraba de decir:

─ ¡Qué desgracia, Dios mío! ¡Qué desgracia tan grande!


© Socorro González-Sepúlveda






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