lunes, 30 de marzo de 2020

Carta para ti que estás en el hospital



Me llamo Marieta. No me conoces ni yo a ti tampoco. Perdona que te tutee. Que no te conozca es lo de menos, porque podríamos llegar a ser buenos amigos.

Tengo setenta años, a veces me veo sacando la cuenta entre el año en curso y la de la fecha de mi nacimiento, y me cuesta trabajo aceptar que ya tengo esta edad. Mi madre con esos años era una anciana y yo no me veo como tal.

«No debe bajar las escaleras corriendo», eso me dice el portero cuando se me olvida, porque, sabes, con la mente me siento capaz de todo, y me veo con cincuenta años, haciendo gestos al conductor del autobús para que me espere un segundo a que cruce la calle.

‒Que no la dejo en tierra ‒me decía‒, sabe que, si la veo, la espero.

Más tarde pasaba ocho horas en aquella oficina donde estuve cerca de cuarenta años, para luego llegar a casa y no tener tiempo ni de rascarme la cabeza. Siempre haciendo cosas.

Ahora estoy confinada en mi hogar por ser personal de riesgo, y por lo que sé a ti te tocó ir al hospital. Corren malos vientos, pero recuerda que a toda noche de insomnio le llega su amanecer, que el sol sale cada día, para todos, y de gratis, que no es poco.

Recuerda que todo está en cómo te despiertes. Sonríe siempre, aunque sientas ganas de llorar. No pienses. Alguien dijo: «Si quieren vivir felices, no analicen, muchachos, no analicen». Que tenemos problemas por supuesto que sí, pero hay que confiar en que todo saldrá bien.

Me gusta escribir cuentos. ¿Te gustaría leer alguno?

Por si me dijeras que sí, aquí va:



Aromas de la niñez


La colonia de la abuela sabía y olía a violetas. Todas las mañanas se sentaba ante el tocador frente a un espejo ovalado. Deshacía y se volvía hacer aquel moño como un rodete en su nuca. Como si fuera un ritual, despertaba justo en el momento, en que se ponía unas gotas tras las orejas y el cuello. Dormía con ella y el sueño olfateaba su fragancia.

A la hora del desayuno su aliento denotaba el café con leche, el pan tostado con aceite, ajo picadito y una pizca de sal, que se acababa de tomar. Ese era su desayuno. Sus manos, en cambio, sí olían a pan de hogaza y chorizo casero, era por culpa de aquellos bocadillos gigantes, que cortaba en tres trozos, para el almuerzo del niño.

El sendero que llevaba a la escuela olía a alfalfa, a boñigas de vaca, a cagarrutas de cabras, a girasoles, a jaras. Regresaba a comer y desde lejos sabía que el cocido castellano le estaba esperando y la boca se le hacía agua, pensando en el momento del pringue. Algo delicioso ese tocino con pan. Los días de fiesta la abuela hacía bacalao, arroz y patata y de postre, leche frita o natillas que las tomaba con la cuchara sopera y no con la de postre. Era muy pequeña.

Por la tarde, iban en busca de leña y tenía que colocar muy bien los trozos en la leñera, la abuela pasaba revista. Los amigos venían en su busca y dando patadas al balón llegaba la hora de la cena: sopas de ajo y luego en una sartén con un poco de aceite, se sofreían los garbanzos que habían quedado de la comida.  Cuando veía que el pequeño se quedaba con hambre le hacía una tortilla francesa ‒que no gustaba‒ o un par de huevos fritos: ‒¡Abuela, qué rico! Luego al calor de la lumbre hacía sus deberes y a la cama.

Esperaba despierto a que la abuela viniera a acostarse a su lado. Cuando hacía alguna travesura, lo amenazaba con que iría a dormir solo a su habitación. Y como por arte de magia volvía a ser el mejor chico de la aldea. Desde que sus padres murieran, le daba miedo separarse de la abuela, no se le fuera a ocurrir dejarle solo.

Nunca se durmió antes de que ella se acostara. Su agua de violetas y el beso de buenas noches eran el preludio para caer rendido y eso que de niño pensaba que dormir era una pérdida de tiempo, cuando podría estar jugando en la era, con sus amigos.



© Marieta Alonso

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