Como todas las mañanas, Marta corre por
la playa. El humo y el ruido de la sala de bingo en donde durante toda
la semana trabaja le queman los pulmones, y al igual que otras personas
se toman píldoras de vitaminas, ella había decidido levantarse una hora
antes y correr por el borde del mar, inundándose de humedad y olor a
sal. Le gusta llevar la mirada fija en el horizonte, y solo la dirige al
suelo cuando sus pies descalzos tropiezan con algún objeto que la
dañan. Suelen ser conchas de ordinarios mariscos, viejas y podridas
maderas o trozos de cristal pulidos por las olas, que la hacen soñar con
mensajes lanzados en botellas por antiguos marinos o en restos de copas
arrojadas por la borda en amorosos brindis. Siempre acaba
guardándoselos en los bolsillos, de hecho, tiene varias lámparas cuyos
pies están formados por peceras llenas de estos cristales de colores.
Aquella mañana tropieza con una especie
de huevo blanco. ¿Qué hace aquí un huevo de avestruz?, musita con la
respiración entrecortada. Agachándose a recogerlo, recuerda una película
en la cual unos niños encuentran un huevo, que una vez incubado por los
chiquillos, resultó ser algo así como el dinosaurio del lago Ness.
Después de desenterrarlo, le parece que es un trozo de mármol. Con la
pesada piedra en las manos, se acerca a la orilla, la introduce en el
agua y la limpia con cuidado. Poco a poco, tallado en la piedra, fue
apareciendo el serio rostro de una mujer, que le pareció que la
contemplaba. Sacó la piedra del agua y rozándola con arena, intenta
limpiarle las algas. Pero por más que frota, no lo consigue. Volvió a
introducirla en el mar. Los sargazos que rodeaban el rostro comenzaron a
mecerse como el cabello de la más hermosa de las medusas, enredándose
entre sus dedos. Separándolos, acarició la perfecta nariz, la boca y la
lisa frente. Siente que la piedra comienza a calentarse, tanto que
parece quemarle los dedos. Asustada la soltó, y aunque era un pesado
mármol, ve cómo se hunde lentamente. Y ve que el antes hierático y serio
rostro de mujer, ahora parece sonreírle. ¿Quieres volver al fondo del
mar? ¿Eso es?, murmuró viendo cómo las algas la envolvían, hasta que
aferrándose a su rostro con la suavidad de hilo de una crisálida, la
hacen desaparecer.
Cuando vuelve del trabajo aquella tarde,
a pesar de que casi era de noche, Marta regresa a la playa acompañada
por su novio, Antonio, dueño de una motora amarilla, con asientos de
madera forrados de plástico negro, no muy nueva. ¿Dónde está ese tesoro
de piedra viviente?, le pregunta apoyándole una mano encima del hombro.
Ella, extendiendo el brazo, le señala el lugar en donde la dejó por la
mañana. Se introdujeron en el mar hasta que la encontró, ahora envuelta
en luminosas algas de extraño color violeta. Él sostuvo la cabeza de
piedra entre las manos contemplando el hermoso rostro. ¿Y vas a devolver
esto al mar? ¿Serás capaz? Ella inclina la cabeza, y Antonio se encoge
de hombros. Juntos, se subieron a la barca amarilla y navegaron más allá
del centro de la ría, hasta donde se juntan las aguas del Atlántico con
las de los ríos que bajan de la montaña, y guiados por la luz de la
luna, continuaron navegando no muy lejos de la costa. Sigue, sigue, le
decía cada vez que él le indica que tienen que volver. Ya está bien,
mujer, escuchó Marta su voz alta, fuerte, través del ruido del motor.
Todavía no, le contesta Marta. Y al acercarse a la isla Sisarga Grande,
donde estuvo la ermita de Santa Mariña, la que arrasaron los normandos,
aquella tan milagrosa y de la que nadie encontró piedra o reliquia
alguna, el motor de la barca se paró, quedándose quieta, apenas mecida
por el vaivén de la mar. Entre los dos cogieron la piedra, y con cuidado
la depositaron sobre la superficie del profundo y negro mar. Agarrados a
la borda, la vieron hundirse con el sonriente rostro que parecía
mirarles agradecida. Bajaba lenta, regia, rodeada de peces de colores
que como si de guardias de corps se tratara, la acompañaban hasta
hacerla desaparecer entre la negrura de las aguas del profundo mar.
Y dicen que desde entonces, y no se sabe
por qué, los marineros que navegan cerca de aquellas costas, sienten
que una suave fuerza abate a los barcos hacia una nueva derrota.
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