miércoles, 29 de abril de 2020

Cristina Vázquez: Alfonsina


Este cuadro está frente a mi cama y lo miro con detenimiento cada mañana y cada noche. Es mi madre, Alfonsina, una mujer singular. Y recordaba con agradecimiento y sorpresa cómo había llegado a mis manos.

El viejo pintor, del que todos decían que le dominaba un genio impredecible, a mis nueve años me inspiraba terror. La primera vez que le vi me admiró lo menudo que era, pues yo pensaba que un hombre de su fama tenía que ser imponente, grandioso. Iba envuelto en un batín con dibujos de cachemir y un sombrero oriental rojo intenso que le daba un aspecto extraño. Gruñía, hablaba solo, enfadado, como un oso diminuto y rabioso después de hibernar. Tenía una manera destemplada de pedir la comida o los pinceles y a veces tiraba todo al suelo, paleta, frascos y hasta fui testigo de cómo destruía una tela a patadas. Mi madre, con las manos entrecruzadas igual que una abadesa y mucha dulzura, se estaba quedando sordo le disculpaba, y los dedos le dolían por la artrosis y eso, al pobre hombre le malhumora. Y con un mohín de disgusto y la voz más baja, peor aún, había perdido la inspiración remataba en tono confesional, pero en el fondo era un buen hombre y que tuviera paciencia.

Cuando iba a recogerla después de salir de la escuela, le espiaba por los ventanales desde un lugar en el que no podía verme, y a veces lo observé delante de un lienzo en blanco, sostenerse la cabeza con un gesto de desesperanza.

Desde hacía dos años, cuando murió mi padre, ella se ocupaba de limpiarle el estudio, hacerle la compra y de que se mantuviera un cierto orden en la casa, en la que aparecían de forma intempestiva mujeres, artistas jóvenes buscando el consejo del gran hombre, modelos y amigos que acababan con las reservas de bodega y despensa.

Al día siguiente, el viejo, de peor humor y con quejas de dolores por todo el cuerpo, se lamentaba de ya no aguantar nada, ni el vino, ni el cotorreo, ni a las mujeres.

—Me queda poco tiempo y menos inspiración, y la poca que me queda me la arrebatan estos gorrones —le espetaba a mi madre.

Sin inmutarse, ella recogía el desbarajuste dejado y alguna prenda femenina de lasciva huella, que iba metiendo en una bolsa de recuerdos, le aseguraba al maestro con una picardía correosa, y poco a poco se reinstalaba el buen hacer y el orden.

Nos fuimos a vivir a su casa, las noches eran muy tristes sin su Alfonsina, la única que le había comprendido gimoteaba el artista, y con una expresión angustiada, que el chico estuviera solo y ella yendo y viniendo, no era prudente. Mi madre, desde su robustez morena y pacifica, le observaba con tal intensidad que él, con la cabeza gacha como un niño desvalido, le pedía dócilmente que le diera masaje en los dedos con el aceite de árnica, o en la espalda. Sus manos eran benéficas, susurraba con dulzura. Ella, paciente, en una silla frente a él, apoyada en las rodillas entreabiertas, un dedo tras otro, despacito, conseguía que el viejo en vez de gruñir gorjeara como un pajarillo feliz.

No volvieron amigos ni modelos.

Un día que llegué antes de lo previsto, me asomé sin hacer ruido por el ventanal y sorprendí a mi madre tumbada sobre el diván en una perfecta desnudez, plácida, sonriente. El maestro la pintaba extasiado, en un silencio en el que solo se oía el ruido de los pinceles. Eché a correr. Al volver por la noche mi madre, sombría, me dijo que eso era solo arte y que de ese arte viviríamos los dos. Así que: ¡chico, a callar!

Y se le oía llamarla de lejos.

—No puedo vivir sin ti, Alfonsina, eres mi inspiración, mi luz.

Igual que un niño que ha encontrado un tesoro escondido, no paraba de repetir que el arte había vuelto a su sangre solo por ella, y la miraba con adoración agradecida. Él dejó de gruñir y pintaba sin descanso a mi madre con trajes orientales, como una diosa, una libélula, y al tenue calor del brasero del estudio el maestro resucitaba y se encogía a la vez, como una pavesa en su último esplendor. Otra tarde, la última, me la encontré disfrazada con un turbante rojo, un traje ribeteado de armiño, apoyada en el respaldo de una silla y una mirada serena y lejana. Al oírme entrar el artista se giró, lo que sentía de morirse, era no haber conocido antes a una mujer como ella y no tener un hijo fuerte y moreno como yo, me aseguró con feroz intensidad.

—Sí, como tú —y su mirada brillaba con resignada y sabia entrega.

Esa noche, mientras mi madre le ponía los polvos calmantes que le daba a diario para sus dolores de artrosis en la leche caliente, le quedaba muy poquita vida me confesó con expresión tranquila. Nos miramos apenados. Luego con paso firme y voz arrulladora le llevó la bebida a la cama, donde se quedaba con él hasta que se dormía.

Cuando murió, nos quedamos a vivir en su casa y heredamos sus obras. En el cuadro del turbante que pintó esa última tarde, y que yo tengo frente a mi cama, al darle la vuelta pude leer escrito por él con trazo firme. “No me importa que me estés matando porque también me has dado la vida”



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