viernes, 17 de abril de 2020

Paula de Vera García: Cómo hemos cambiado (Hipo & Astrid)




–¡Tierra! ¡Tierra!

Al escuchar aquello, Astrid se levantó de un salto de su rincón y salió a cubierta como una exhalación, tanto que casi parecía que sus pies no tocaban el suelo. Ansiosa, frenó justo a tiempo junto a la borda y aferró la madera con ambas manos al tiempo que clavaba la vista en la isla que ya aparecía ante sus ojos. Su amada isla. Su hogar. Había sido un año demasiado largo.

No es que la convivencia con los Intrépidos de las islas del este, donde vivía tía Lagertha desde hacía veinte años, no hubiese sido muy productiva. Astrid se había sentido como pez en el agua rodeada de esa parte tan comúnmente olvidada de su familia, retomando casi sin querer los antiguos hábitos vikingos; algunos de los cuales, debía decir, casi había olvidado al estar subida casi todo el día a lomos de un dragón.

Y las enseñanzas de tía Lagertha, en privado, también habían resultado de lo más interesantes. Claro que jamás lo admitiría de viva voz…

Sin quererlo, aquellos pensamientos la condujeron a Hipo, pero enseguida meneó la cabeza, divertida. ¿Qué habría sido de él en este año? ¿Seguiría tan retaco como siempre? Si Astrid pensaba como la adolescente madura que era, aunque una parte de su subconsciente lo pidiera a gritos, no podía contemplar a Hipo en ese aspecto. Eran buenos amigos, habían tenido tonteos en los años anteriores, pero… ¿pasar a ser algo más?

La joven suspiró. No. En ese viaje, a pesar de todo, había llegado a la conclusión de que el dulce y tímido Hipo nunca podría ser el hombre que ella podía desear. Aunque, ¿acaso algún hombre lo era? Ni siquiera en la Isla Intrépida había podido llegar a sentirse atraída por ningún otro joven de su edad. Sin quererlo, anhelaba más salir a volar con Tormenta –jamás la hubiese dejado en Isla Mema– que jugar a la seducción como otras chicas de su quinta. ¿Era rara por ello?

–¡Astrid! ¡Has vuelto!

En cuanto bajó del barco, Astrid se sobresaltó por la llamada con el corazón a cien por hora, pero se sintió ligeramente decepcionada cuando vio acercarse la figura rechoncha de Patapez. Tanto que ni siquiera fue capaz de evitar su abrazo de oso–. ¡Qué alegría verte!

–Patapez –siseó ella–. Me ahogas…

–Ah, sí, perdón –se disculpó él, bajándola al suelo.

Momento que aprovechó otro recién llegado, moreno, bajo y fornido, para aproximarse con actitud excesivamente solícita.

–¡Astrid! ¡Gracias a Thor! –exclamó, dramático–. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algo este bestia?

Mocoso le dirigió una mirada de disgusto a Patapez, que abrió la boca, ofendido. Pero su rostro cambió a uno incrédulo cuando Astrid, fiel a su costumbre, lo empujó con violencia para apartar sus zarpas de ella.

–¡Quita, Mocoso! ¿Qué crees que estás haciendo?

El otro hizo un teatral gesto que pretendía ser galante e incrédulo al mismo tiempo.

–¡Por favor! ¿No pretenderás que deje que este –hizo un gesto despectivo hacia el chico rubio– mancille la preciosidad en la que se ha convertido mi futura prometida?

Astrid hizo una mueca, pero prefirió seguirle el juego.

–¡Oh, claro! Lo olvidaba –murmuró acercándose a él con escasa inocencia. Sin embargo, Mocoso, que ya anticipaba las mieles de un deseo hecho realidad, se encontró segundos después tirado en el suelo sin saber cómo, con un pie de Astrid peligrosamente cerca de su tráquea–. Jamás tendría el mal gusto de juntarme con alguien como tú –rechinó ella entonces, inclinándose sobre su rostro–. Que te quede claro.

–Yo que tú la dejaba en paz, ‘Mocosete’ –lo chinchó entonces Brusca, que acababa de aparecer escoltada por su hermano, al tiempo que esbozaba su característica media sonrisa malévola en dirección a Astrid–. Todos sabemos por quién quiere ser cortejada la señorita Hofferson. Me equivoco, ¿hermano?

–¡No! ¿Qué…? –trató de protestar Astrid, sabiendo por dónde iban los tiros y sintiendo a la vez un incómodo nudo sobre la boca de su estómago.

–No te equivocas, hermana. Au contraire... –corroboró Chusco, interrumpiendo a la joven de ojos azules–. Yo diría que ahora las apuestas han subido y lady Astrid, aquí presente, no debería dar por sentado que su mano vaya a comprometerse tan fácilmente…

–¡Chusco! –lo cortó la mencionada, irritada y disimulando un súbito escalofrío provocado por ese último comentario–. ¿Quieres decirme de qué narices estás hablando? –miró a su alrededor con elocuencia–. Y a todo esto, ¿dónde está Hipo?

Para su mayor inquietud, los cuatro presentes cambiaron misteriosas miradas antes de dirigirle sendas sonrisas, aún más extrañas. Astrid tragó saliva, anticipando lo peor. Pero se tranquilizó cuando Chusco replicó:

–Tranquila. Tu príncipe te espera en la fragua de Bocón.

Astrid apretó los puños.

–No es mi príncipe, Chusco. Tengo tantas ganas de verlo como a… Vosotros –terminó con un milisegundo de vacilación.

Porque era una mentira como un castillo de grande.

Aun así, los demás parecieron no darle importancia mientras la flanqueaban en dirección a la aldea.

–Bueno, ¿y qué tal la Isla Intrépida? ¿Había muchos dragones nuevos?

–No muchos –admitió Astrid en respuesta a Patapez–. Los habituales.

–Patapez, a nadie le interesa tu estúpido libro zoológico –le espetó Mocoso de malas maneras–. Dime, Astrid. ¿Cuántos hombres se pelearon por ti?

–Sí, ¿y cuántos se mataron en el intento? –jaleó Brusca, ansiosa de morbo.

–¡Chicos, vale ya! –los frenó Astrid, acalorada–. La Isla Intrépida es un sitio estupendo de grandes guerreros y les gustan los dragones. Fin de la discusión –en ese momento llegaron a la encrucijada que separaba los caminos hacia el Gran Salón y la forja de Bocón. Astrid se giró y forzó una sonrisa cortés–. Oye, luego nos vemos, ¿de acuerdo? Tengo… algo que hacer antes.

–Claro –replicó Chusco, mordaz–. Luego nos vemos… tortolitos.

–¡Chusco!

Pero los cuatro se encaminaban ya hacia el Gran Salón, dejando a una furibunda Astrid que procuraba por todos los medios serenarse mientras ascendía hacia la forja. Por los alrededores había solo unos pocos vikingos que la saludaron con cordialidad al cruzarse con ella, pero la fragua de Bocón en particular parecía desierta. Algo que solo desmentía la fragua encendida y el olor a metal siendo manipulado. No había ni rastro del gran forjador, pero Astrid sí encontró una silueta espigada y desconocida que le daba la espalda, afanada en trabajar algo que ella no podía ver.

–Ejm, ¿hola? –saludó, cortés.

Para su extrañeza, la figura semioculta en las sombras se enderezó en tensión, esperando unos segundos antes de girarse. A ojo, Astrid calculó que le sacaría cerca de media cabeza de altura. Pero eso no fue lo que la hizo retroceder un paso a causa de la sorpresa.

Fueron sus ojos.

Reconocería esa expresión de desconcierto, ese perfecto brillo de jade, en cualquier parte del mundo. Y cuando su boca se abrió para hablar, Astrid sintió que sus rodillas temblaban.

–¿Astrid?

Ella boqueó varias veces antes de ser capaz de articular ningún sonido, estupefacta y encantada a la vez. Su interior de repente era como un maremoto de emociones que amenazaba con hacerla caer de un momento a otro.

–¿Hipo? –respondió, cauta, por si el destino le estaba jugando una mala pasada. Pero al ver que él hacía una mueca y asentía ligeramente, la joven no pudo contenerse más–. ¡Hipo!

Sin pensarlo, corrió hacia él y lo abrazó. Él, tras un momento de sorpresa, la rodeó con cariño. Solo entonces Astrid pareció ser consciente de lo que estaba haciendo y se separó, algo azorada.

–Ejm, bueno –carraspeó de nuevo, sintiéndose algo idiota–. Vaya… Quién lo iba a decir…

Hipo soltó una risa bronca, comprendiendo lo que quería decir.

–Sí, ¿verdad? –bromeó a medias. Era cierto que había sido el primer sorprendido al comprobar el cambio de su cuerpo durante el año anterior, pero también lo agradaba la reacción de Astrid al verlo, más de lo que nunca admitiría–. ¿Y tú? Bueno… Estás… O sea… También has crecido… En belleza… ¡En altura, quiero decir…!

“Oh, maldita sea.” Lo estaba mejorando por momentos. “Serás idiota”, se recriminó. ¿Por qué no era capaz de decirle lo que pasaba por su cabeza sin temer que saliera corriendo o le hundiese la cabeza en el cubo de enfriar metales?

Sin embargo, ella también parecía algo tímida; e Hipo, esperanzado, se preguntó por un segundo a qué podía deberse.

–Sí –repuso ella al final, pasándose el pelo detrás de la oreja como a Hipo le encantaba; en secreto, claro–. Este año no ha pasado en balde para ninguno de los dos, al parecer.

Él le devolvió su media sonrisa, temiendo por dónde pudiese ir la conversación. Un año separados. Cierto que cuando se despidieron él intentó aparentar que se alegraba por Astrid; pero… En el fondo… Nada había deseado más que la llegada de aquel preciso día.

–¿Qué andabas haciendo? –preguntó ella entonces, adentrándose en la fragua.

Él inspiró hondo, procurando apartar de su mente todos los pensamientos hormonados que lo habían atravesado durante los últimos cinco minutos y focalizó su atención en lo que Astrid pedía.

–¡Oh, nada! Ya sabes, yo y mis experimentos –bromeó, mientras la seguía y tomaba de la mesa su trabajo a medio terminar–. Es solo un pequeño intento, pero…

Astrid tomó las hombreras con mimo, admirando el fino trabajo del cuero de yak, antes de deslizar los dedos hacia el peto que aún reposaba sobre la mesa.

–¿Y esto? –quiso saber, con los ojos brillantes de curiosidad.

Hipo se encogió de hombros, y Astrid admiró sin quererlo lo bien que le sentaba la camisa de lana roja que vestía ahora, antes de querer golpearse por idiota. ¿En qué pensaba?

–Siempre has sido un artista –lo alabó, comedida, antes de dejar las hombreras sobre la piedra y girarse de nuevo hacia el chico.

De repente, no tenía palabras para expresar lo que sentía. Él se erguía frente a ella, se miraban, Astrid hizo amago de acercarse más… Y en ese instante llegó Bocón para interrumpirlos.

–¡Astrid! ¡Dichosos los ojos! –el herrero alzó los brazos en un saludo amistoso–. Ya he hablado con tu padre y me ha dicho que está deseando verte y que le cuentes todo sobre la otra familia –guiñó un ojo–. Ya sabes lo poco que aprecia a tu tía Lagertha…

–Eh… sí. Gracias, Bocón –replicó ella, tragándose la irritación y la ligera vergüenza. ¿Había estado a punto de…? Fingiendo naturalidad, la muchacha se giró hacia Hipo–. Bueno… Te veo luego, supongo.

Él asintió con media sonrisa que no ocultó del todo su decepción por haber sido interrumpidos.

–Claro. Luego te veo.

Astrid le devolvió el gesto.

–Me alegro de verte, Hipo –se despidió antes de salir corriendo hacia su casa.

–Sí, y yo a ti –repuso él en voz baja.

Bocón, por su parte, mantuvo la expresión irónica durante otro buen rato.

–¿Qué? ¿Interrumpía algo?

–¿Qué? ¡No! –se revolvió Hipo como por instinto, agachando la cabeza sobre su trabajo antes de que Bocón viese que se había puesto colorado como la grana–. No, ¿qué ibas a interrumpir?

El herrero, por toda respuesta, soltó media carcajada entre dientes antes de empezar a canturrear en dirección a la forja. Hipo, por su parte, mientras trataba de dar las últimas puntadas a su trabajo, rebufó para sus adentros.

“Maldita sea”, rezongó. “Lo que necesito ahora es una ducha de agua bien fría”.

Astrid, por su parte, tras llegar a casa y saludar a su familia, corrió enseguida a refugiarse en su dormitorio, apoyando la espalda contra la madera en cuanto cerró la puerta tras de sí. Sudaba, se mareaba y le faltaba la respiración, pero no por la carrera. No podía ser, se repetía. Hipo no podía haber pasado de ser… Bueno, “Hipo”, a semejante belleza.

Astrid gimió, súbitamente celosa. Así que de ahí venían todas las chanzas de sus compañeros. ¿Habría encontrado Hipo, entonces, a una mujer que lo hiciera feliz? ¿Tanta competencia había? El censo de Mema contaba con pocas jóvenes casaderas, era cierto; pero él seguía siendo el hijo del jefe y la necesidad de estrechar lazos con alguna otra tribu podría haber llevado a Estoico a…

Astrid apretó los ojos y los labios y sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar semejante perspectiva. Pero, ¿por qué le importaba tanto de repente? Nunca se había planteado tener nada con Hipo… ¿o sí? ¿Era por eso que lo había echado tantísimo de menos, en el fondo?

Suspiró. Ya no eran unos niños, era hora de aceptarlo. Y Astrid, mientras se acomodaba para tranquilizarse mediante uno de los trucos que tía Lagertha le había enseñado en su estancia con los Intrépidos, dejó aflorar una súbita determinación que hasta aquel instante había atesorado en lo más hondo de su alma.

Fuera como fuese… Si Hipo la aceptaba, se entregaría a él en cuerpo, alma y corazón.

Y nadie se interpondría en su camino para conseguirlo.



Historia ambientada en el universo de “Cómo entrenar a tu dragón” antes de los eventos narrados en la serie “Hacia nuevos confines” (Netflix)

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