lunes, 29 de junio de 2020

Cristina Vázquez: La bolsa de rayas


Menuda, así es como se quedó con el paso de los años. O eso decía ella.

—Me he resumido —y se miraba las manos, un poco deformadas por la artritis, con verdadera sorpresa.

Esa manía del resumen de su cuerpo la acompañó junto con otra que repetía con insistencia. 

Era imposible que eso se hubiera perdido. Mientras no lo encontrara se quedaría cada vez más empequeñecida, aseguraba con seriedad. Por más que le preguntáramos qué era lo que se había perdido, su contestación siempre era: No es de vuestra incumbencia.

—Pero es imposible. ¿Dónde estará? —murmuraba perpleja.

Y una expresión desolada inundaba sus ojos azules, ya un poco velados por la edad, para al rato rejuvenecerse en una dulzura inapropiada y enternecedora en esa cara arrugada. ¿En qué pensaría?

Mantuvo siempre un resto de acento alemán arrastrando las erres y al contar unos chistes que no nos hacían gracia, ella indefectiblemente, con una risa contenida terminaba.

Muy Grasioso, ¿ja?

Todos sonreíamos, incluso el abuelo. Se conocieron en Francia, ella había huido de la persecución nazi por sus orígenes judíos y vivía modestamente con lo que pudo rescatar, trabajando como traductora para una editorial. Era alta, de un rubio casi albino con unos preciosos ojos azules y una mezcla de distinción y abandono que la acompañó siempre. Una energía ordenada tanto para la organización doméstica como para sus manifestaciones de cariño, era su característica. Aunque éstas fueran amables, incluso cálidas, nunca irradiaban auténtica felicidad y una vaga tristeza la encogía durante días.

Por más que la preguntaras nunca quiso hablar de su pasado y guardaba sus recuerdos en un cofrecillo de piel. Una bola de cristal, un pañuelo bordado con unas iniciales, llaves, dos fotos y una ramita con hojas secas. Pocas veces la vi contemplando esas menudencias.

Mi abuelo, en cambio, era un rubicundo afable, se desbordaba en lágrimas, abrazos y enfados con igual vehemencia, para luego volver al estado anterior a la misma velocidad. La alegría, el que no le dieran la lata y la diversión, eran las normas de su vida y esa medida la aplicaba a los demás, pero siempre que siguieran sus principios y no se le llevara la contraria. Observaba a su mujer con una amorosa perplejidad, como si no pudiera alcanzarla, pese a haberle dado una vida fácil, adinerada y mimarla a su manera. Con mucha frecuencia, cara compungida y falsa modestia, aseveraba cómo la había salvado de una situación difícil.

—Mi querida Helga, qué fortuna fue encontrarnos. Quién sabe lo que hubiera sido de ti. Mi pobre ángel —y la contemplaba con una posesión tranquila.

Ella le miraba directamente a los ojos con una indescifrable expresión y luego bajando la cabeza para concentrarse en la labor o la manualidad que estuviera haciendo, pues nunca paraban esas manos, le respondía indefectiblemente.

—Sí, fue una gran fortuna.

Una vez les oí discutir. Nunca la había visto enfadada. Sus reproches eran silenciosos, dejaba de hablar al que hubiera cometido algo inconveniente para ella. Pero esa tarde la oí exigirle que no le mintiera más, era imposible que algo tan grande se hubiera perdido. Resultaba muy cruel por su parte que no tuviera interés por encontrar lo único que le quedaba de su vida. El abuelo trató de calmarla, asegurando con violenta determinación que él había hecho lo imposible, pero todo sin resultado. Y un sonoro portazo me hizo correr escaleras abajo.

Que la abuela se iba reduciendo era un hecho, pero parecía no importarle, igual que si encontrara un placer en ir abandonando medidas y espacios. Murió tranquilamente una tarde, sentada en su sillón con el cofrecito en las manos. Lo cogí sin que nadie se percatara y lo guardé en una suerte de homenaje a su memoria secreta.

Pasaron unos años y cuando desmontamos la casa, apareció un recibo amarillento a nombre de ella, que el abuelo guardaba en su buró. Seguí la pista del mismo y resultó ser de un guardamuebles al que me acerqué llena de dudas y curiosidad. Solo había un precioso armario azul, solitario en medio de ese espacio, pintado con unos paisajes minuciosos, procedente sin duda de centro Europa y con remite de haber sido enviado desde Francia, hacía más de cincuenta años. Lo trasladé a mi casa con la esperanza de que una de esas llaves guardadas en el cofre sirviera para abrirlo. Y así fue. Esperaba que la carcoma lo hubiera estropeado y que el olor a humedad invadiera el cuarto, pero un aroma dulce a flores salió misteriosamente de él y encontré una bolsa de rayas colgada de un clavo. Dentro sólo había cartas amarilleadas por el tiempo, escritas todas con la misma letra, cartas de amor que pude entender con mi escaso alemán, y una foto. En un paisaje montañoso se destaca una pareja enlazada por la cintura. La abuela muy joven, espigada, con la cara luminosa, los ojos sonrientes y un militar alto y distinguido vestido con el uniforme nazi.



domingo, 28 de junio de 2020

Liliana Delucchi: El hombre con la barra de pan



Con la mirada puesta en el reloj de la cocina, Darío apura la magdalena y el café con leche que le ha servido su abuela. Son las cinco menos diez. En unos minutos lo verá pasar a través de su ventana.  Se limpia la boca, recoge los enseres y los mete dentro de la pila. Casi tropieza con una silla en su afán de llegar a la puerta. Solo unos instantes de retraso y puede que ya no lo vea pasar. Pero ahí está. Con su andar cansado, el abrigo raído y la barra de pan debajo del brazo. Si en su casa el pan se compra por la mañana, ¿cómo es que este anciano se pasee con su envoltorio en papel de estraza por las tardes?

Es la pregunta que se hizo hace algunos días, por eso decidió seguirlo.  A una distancia prudente y con la excusa de pasear a Tino, un perro tan viejo como la casa en la que habita, Darío anduvo los metros (¿o fueron kilómetros?) detrás del hombre que parece sacado de un cuento de Dickens; el viejo a veces canturrea, otras recoge ramas secas para separar la hierba que con esta primavera tan lluviosa ha crecido más de la cuenta. Siempre solo, siempre ausente.

El martes, el señor del sobretodo gris se internó en las huertas que rodean el río; las deportivas del niño volvieron a casa llenas de barro, lo que le valió una reprimenda de su madre. Darío le echó la culpa a Tino, dijo que se había metido en el agua y tuvo que rescatarlo. ¿Cómo explicar que su mente de detective estaba siguiendo a un sospechoso? El hombre anduvo hasta un grupo de encinas y se sentó a la sombra. Desde lejos el chico pudo ver que su pecho subía y bajaba como el de su abuela después de trajinar en el jardín.

Al día siguiente el personaje solo daba vueltas en círculo. A Darío le llegaban palabras incomprensibles, susurros que sonaban a un idioma extranjero. Es un espía, seguro. El niño intenta acercarse para ver si lleva un micrófono en la solapa. Es entonces cuando el caballero de pelo gris se da vuelta y lo ve. Asustado, el chico emprende una carrera hasta su casa y se queda mirando a través de los visillos para descubrir que el hombre, desde la acera de enfrente, lo saluda tocándose el sombrero. Darío se agita en un asombro recién inaugurado. ¡Lo ha descubierto! Decide suspender sus investigaciones por un tiempo. Pero el viernes su curiosidad puede más y reemprende el seguimiento.
La tarde augura tormenta. Bajo un cielo plomizo y con un paraguas por toda compañía, a las cinco y diez de la tarde, se calza sus botas de lluvia y emprende el camino. Esta vez el anciano toma una dirección diferente. Atraviesa un descampado y se interna en un bosquecillo de almendros que termina en una construcción desvencijada en la que se interna. Darío espera unos minutos que se le hacen horas. Sigiloso, se acerca a la casucha que tiene la puerta entreabierta. Con el paraguas termina de abrirla; sus pasos son denunciados por el lamento de la madera vieja. El resto es silencio. Silencio y oscuridad, solo rota por un punto rojo en el fondo que el niño reconoce como el de un cigarrillo encendido. Detrás de esa luz  y entre las volutas de humo Darío adivina, más que ve, el rostro del hombre.

‒Hace tiempo que me sigues ‒le oye decir desde una poltrona‒ ¿Qué es lo que quieres?

El niño traga saliva, se seca las manos húmedas en los pantalones y solo atina a decir:

‒¿Me da un poco de pan?

© Liliana Delucchi





sábado, 27 de junio de 2020

MJ Pérez: Promesa silenciosa

Alzó los ojos al cielo, con una pregunta muda en la boca apretada, con el rostro demudado por la preocupación. El estruendo se había oído muy cerca de donde él se había marchado a todo correr. Se abrazó a sí misma, sin saber qué hacer. La certidumbre de una desgracia flotaba en al aire y no sería descabellado decir que sintió miedo. Por él, por ella, por lo que podrían haber significado juntos. Sin embargo, no podía permanecer sin hacer nada por más tiempo. Así que despegó la mirada del oscuro firmamento y sus pies se movieron. Se acababa el tiempo. 

Las ramas se le clavaban en la carne, abriendo heridas en su rostro, manos y brazos desnudos. Resbaló un par de veces y se levantó otras tantas para no dejar de correr. Debía comprobar por sí misma qué había ocurrido. No podía dejar que las dudas le devorasen el corazón de aquella manera. Cuando llegó al lugar hasta el que él había acudido antes su respiración era un mar de llamas en su garganta, un collar de espinas en su pecho.

 

Pronunció su nombre, primero con un susurro y a continuación con un grito desgarrador. No hubo respuesta y sus piernas, inestables como la mantequilla, dejaron de sostenerla. «No, no por favor» se dijo mientras sus manos, arañadas y sucias, empezaban a humedecerse con las lágrimas que resbalaban hasta ellas desde su rostro. Él la encontró un rato después hecha un ovillo y tuvo que llamar su atención arrodillándose frente a ella.

 

No hubo palabras. Solo un interminable abrazo y la promesa silenciosa de que todo iría bien.

 

 

© M. J. Pérez


martes, 23 de junio de 2020

Brújulas y Espirales: Ian McEwan "Máquinas como yo"

Blog literario de Francisco Martínez Bouzas

 TRIÁNGULO AMOROSO CON UN ROBOT



Máquinas como yo
Ian McEwan
Traducción de Jesús Zulaika
Editorial Anagrama, Barcelona, 2019, 355 páginas.
    
   Máquinas como yo de Ian McEwan está siendo considerada o bien una novela menor del autor, o bien una gran novela, si bien no comparable con sus obras más consolidadas, ganadoras, por  ejemplo Amsterdam, del Premio Booker. Actualmente, aunque McEwan ya no es Ian Macabro, sus personajes siguen teniendo una predisposición no a lo bueno, sino a enfrascarnos con dilemas morales, que es lo que siempre le ha interesado al escritor británico, uno de los miembros más destacables de aquella generación tan brillante - Dream Team la llamó Jorge Herralde- que seleccionó la Revista Granta. Por consiguiente, seguimos leyendo a Ian McEwan, como se ha escrito, no en búsqueda de apacible consuelo, sino de espanto o para sentir revuelto nuestro interior.
   En esta novela, Ian McEwan flirtea con los fantástico maquinal, porque Máquinas como yo ha sido justamente definida como “fantasía retro-anticipación”, fundiendo su material narrativo con la carne de un triángulo amoroso.
   Fantasía de retro-anticipación porque todo sucede non en el año 2040, sino en el Londres distópico de 1982. Con Alan Turing, que no comió la manzana barnizada de cianuro, y por consiguiente nunca se suicidó atormentado por las consecuencias del juicio al que fue sometido en los años 50 por su homosexualidad; y es considerado el sabio y el héroe que realmente fue. Inglaterra acaba de perder la Guerra de las Malvinas contra los argentinos; internet y la telefonía móvil ya funcionan como hoy, Kennedy sigue vivo y Los Beatles vuelven a actuar juntos. Y sobre todo, la inteligencia artificial y la humana se hallan en relación competitiva.
   En este contexto, Charlie Friend, un estudiante de doctorado, enamorado de la hermética Miranda, decide gastar las ochenta y seis mil libras de la herencia de su abuela, en Adán, un fascinante robot doméstico -las Evas ya estaban agotadas-, y le instala parámetros de personalidad humana, incluida la posibilidad de tener erecciones. En Miranda muy pronto surge la fantasía de tener sexo con Adán, puesto que supone que no serían muy diferente a una masturbación con un vibrador. Y de inmediato aparece el triángulo amoroso: el robot resulta ser de una inteligencia superior y muy atractivo. Y a la vez aparecen las complicaciones. Charlie se siente el primer ser humano al que le pone los cuernos un artefacto. Todo se complica mucho más al entrar a formar parte del juego el maltrecho Mark. Charlie siente remordimientos por haber malgastado el dinero, y llega a fantasear con criar a Adán junto a Miranda como a un hijo.
   La novela va corriendo páginas y Adán no se siente satisfecho con el papel que le asignan: quiere más autonomía. Miranda oculta un terrible secreto relacionado con Mark, y la historia deriva hacia la tragedia. Y como el robot carece de la conciencia y de los criterios morales de los humanos, acaba descubriéndolo. De este modo, el peculiar triángulo amoroso entre los dos protagonistas de carne y hueso y el humanoide de cables y enchufes, genera una creciente tensión que obliga a los protagonistas a replantearse todo y tomar decisiones.
    
                                              
Ian McEwan
   Es la vuelta de tuerca de Ian McEwan, en ese Londres ucrónico, donde los hechos se presentan de forma alternativa a como sucedieron en la realidad histórica. A Ian McEwan siempre le han interesado los dilemas ético: ¿qué es la naturaleza humana?¿la fabricación de humanoides sintéticos podrá ser el origen de mentes más claras, bienestar para toda la humanidad o sufrimiento y un cúmulo de susceptibilidades como las descritas en la novela? El androide sintético se manifiesta muy pronto como un ser con conciencia, si bien con criterios morales diferentes de los de los humanos, debido a su rigidez. Pero podríamos pensar que el posthumano podría llegar a ser más refinado emocionalmente que muchas de las personas actuales. En definitiva, ¿podrá una máquina, por muy perfecta que sea, llegar a comprender y valorar la complejidad de las decisiones de los seres humanas? Ian  McEwan nos presenta en esta novela una ucronía y una alternativa al gran dilema que cada día se hace más acuciante: el enfrentamiento entre ética y cibernética. Una vez más el conflicto moral llevado a sus últimas consecuencias. Pero así es Ian McEwan. El último juguete que describe en esta novela, su Adán, ¿es el triunfo del humanismo o el ángel de la muerte?
Francisco Martínez Bouzas

domingo, 21 de junio de 2020

Escaleras espectaculares: Bom Jesus do Monte (Portugal)




Lugar de peregrinaje en un rincón de los alrededores de Braga, en Portugal. Con sus monumentales, zigzagueantes y barrocas escaleras de tonos blancos y grises, recorres por el camino una serie de capillas que hablan del viacrucis, los sentidos, las virtudes… Salvan un desnivel de 116 metros hasta llegar a la iglesia que corona el conjunto monumental.

Subamos pues. Al principio de la escalera se puede ver el escudo de armas de Rodrigo de Moura Telles, arzobispo de Braga. En el primer tramo de escalera, unas capillas dedicadas al Vía Crucis con esculturas de terracota que describen la Pasión de Cristo.

El segundo tramo de escalera está dedicado a los Cinco Sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto, cada uno representado por una fuente diferente. Al final de esta escalera se edificó en 1725 una iglesia barroca. Detrás de esa iglesia se construyeron tres capillas octogonales con estatuas que describían episodios posteriores a la Crucifixión y alrededor de estas capillas cuatro fuentes barrocas con estatuas de los evangelistas.

En 1781, el arzobispo Gaspar de Braganza añadió un tercer tramo de escaleras dedicado a las Tres Virtudes Teologales: Fe, Esperanza y Caridad, cada una con su fuente; además de demoler la vieja iglesia y hacer una nueva de estilo neoclásico.

Si no te sientes con fuerza para subir todos los peldaños, en 1882 se construyó el Elevador do Bom Jesús, que unía la ciudad de Braga con la colina. Fue el primero de su clase que se construyó en la Península Ibérica y aún sigue en uso.  


¿Os ha gustado?

viernes, 19 de junio de 2020

Liliana Delucchi: El buzón secreto


—Me lo regaló su padre, señorita, para que guarde mis cosas.

Incluso ahora, tantos años después, recuerdo aquellos árboles en sus pequeños detalles. Adalberto llegó al campo siendo muy joven, pidió trabajo y lo emplearon como mozo de cuadras. Con el tiempo fue escalando y de peón ascendió a capataz. Mi padre decía que de haber tenido conocimientos contables, hubiese sido el mejor administrador de la estancia. Cuando fue demasiado mayor como para seguir con los trabajos de la finca, hacía recados para la cocinera o lustraba la plata, pero su pasión era el dibujo. Durante las noches, junto al fuego, con libros de arte de la biblioteca de la casa, pasaba horas entre trazos y colores.

Nunca se casó y si tuvo alguna relación fue tan secreta que nadie lo supo.

—¿Para qué otra familia, señorita, si los tengo a ustedes? —Me dijo mojando un pincel— Y ahora que el señor me dio esta habitación y este armario, no necesito nada más.

El armario en cuestión se había rescatado de la buhardilla para el cuarto de Adalberto y él lo decoraba con paisajes.

Era una tarde de invierno tan aburrida como mi adolescencia y tan cabreante como un fin de semana en el campo. El único que soportaba mis cambios de humor era ese anciano de voz suave y paciencia infinita.

—¿Ve cómo lo hago? Primero pinto el fondo y luego pintaré cuatro paisajes diferentes en las puertas. —Dijo mientras bebía un trago de ginebra—. Esto es bueno para el gaznate y además me inspira.

Me ofrecí para ayudarlo con las mezclas de colores. Era mucho más agradable pasar las horas con don Adalberto que en el salón con esa familia que se había negado a dejarme sola en la ciudad.

—¿Puedo preguntarle qué va a guardar en el armario?

—Mi vida, señorita. No es que sea muy interesante, pero es la que Dios me dio y se la agradezco.

Se besó la mano y lanzó el beso hacia el cielorraso.

Cuando terminé con las mezclas, cogí un papel del bolsillo de mi chaqueta y me puse a leer.

—¿Es una carta? —preguntó el anciano sonriéndome.

—De un compañero de clase. Me gusta.

—Yo nunca recibí una carta.

Sentí pena por él y me puse a escribir unas cuartillas en las que mostraba mis impresiones sobre su pintura. Esperé a que saliera y las dejé dentro del armario.

Así empezó una larga correspondencia. No hablábamos de ella, el armario era nuestro buzón y siempre recogíamos la respuesta en ausencia del otro. Yo escribía sobre los desencuentros con mis padres, las buenas o malas notas, la última película y si mi corazón estaba roto o exultante. Él, sobre el tiempo, la cosecha o si había nacido algún potro; sus avances en la pintura o algún cotilleo de la cocina.

Cuando un par de años después recibí la llamada del administrador para comunicarme que Adalberto estaba muy enfermo, dejé la ciudad y fui a verlo. Desde sus ojos acuosos y con voz trémula me pidió que fuera al armario y rescatase las cartas. Allí estaban, atadas con un cordón de esparto y entre ellas, un retrato que me había hecho a lápiz. Volví junto a él y al cogerle la mano sentí que nos estábamos despidiendo.

—Guárdelas, señorita, es nuestro secreto.



jueves, 18 de junio de 2020

Saúl Braceras: El señor de la barra de pan




A poco del confinamiento a raíz de la pandemia, una nueva rutina se apoderó de mi vida. Dormía hasta más tarde de lo habitual y en la cocina un café remataba los últimos residuos del sueño. La ventana era mi conexión con el parque donde, en menos de una hora, pasearía a mi perro para después ir a comprar el pan, como excusa para saltarme, ligeramente, el arresto domiciliario.

A los pocos días de esta nueva forma de vida, decidí llevar a modo de libro de bitácora mis experiencias, aunque nunca creí que tomaran este derrotero. Comencé parafraseando a Dalmiro Sáenz, a modo de exorcizar el tedio con una cita graciosa y dije que no escribiría sobre mí mismo, sino sobre una mesa.

Desde mi puesto de observación culinario y casi sin advertirlo, me llamó la atención un hombre que por allí paseaba con una barra de pan bajo el brazo. Corrijo lo escrito, pues no fue tan así, lo que cautivó mi mirada fue su ropa, ya que el abrigo y el sombrero se parecían a los que habitualmente uso. No sé cuántas jornadas se mantuvo esta vigilia. Siempre pasaba de izquierda a derecha por el centro del parque. Llegué a pensar con una sonrisa, que se trataba un ánima y muchas historias de mi niñez tomaron forma: La llorona, los aparecidos, la dama de blanco que sistemáticamente, en luna llena, se dejaba ver en una discoteca de City Bell, ciudad próxima a Buenos Aires. Mas un día, hubo un cambio. En vez de trasladarse de un lado a otro, se dirigió a la verja de mi jardín y entró. Debido a un alero del garaje, lo perdí de vista. Rápidamente fui a la puerta para ver quién se saltaba el confinamiento. Jamás pensé que esa mañana me encontraría con un destino no previsto.

Los humanos ante la adversidad nos crecemos, yo me multipliqué o quizás me dividí en dos, no lo sé. Pero, más allá de estas operaciones matemáticas, quien estaba frente a mí, no solo llevaba la misma ropa sino que era yo. La sorpresa fue mutua. Nos miramos largo rato. Por educación, le dejé entrar.

En la cocina terminé con mi café mientras él se preparaba uno mirando por la ventana hacia el parque. Mi mujer bajó en camisón a desayunar y, sin reparar en nada, lo besó de pasada a la espera de su café con leche, como era nuestra costumbre.

‒¿Ya estás vestido? ‒preguntó, con voz de dormida.

Entonces me descubrió quedándose atónita, tanto como nosotros dos, es decir, el yo y yo mismo, valga la redundancia. Encontrarse con otra personalidad de uno es, en sí, redundante.

Si bien físicamente éramos idénticos, su actitud era más decidida y sin pensárselo mucho, cuando ella dejó su taza en el fregadero la abrazó y con un profundo beso, que emulaba más a una traqueotomía, estremeció a Carlota. Ambos se fueron a la habitación. En breve quedó claro en qué ocupaban su tiempo. Él era otra personalidad mía, pero nuestro cuerpo era el mismo y, por tanto, me beneficiaba con sensaciones de lo que mi otro yo hacía. Por la noche los tres dormimos en la misma cama, aunque ella se arrimaba más a él.

A la mañana siguiente ya me había acostumbrado a mi otro yo paseándose en pelotas por casa, metiéndole mano a mi mujer… Sin más, preferí seguir con la rutina e ir en pos de mi café y, por ser un buen anfitrión, le preparé una taza. Lo cual agradeció. Evidentemente era tan educado como yo, bueno es que era…

Su pijama era idéntico. Se puso a mi lado para mirar por la ventana. No con menor sorpresa advertimos que dos hombres con sendas barras de pan bajo el brazo e igual vestimenta, abrían la verja del jardín. En unos minutos, los cuatro bebíamos café mientras nuestras miradas iban al parque.

Mi mujer bajó en camisón a desayunar y entonces nos descubrió con una amplia sonrisa. Al café con leche ni lo tocó. Aún antes de que yo acabara el mío escuchaba desde la cocina, nuestros gemidos en la habitación. ¡Para mí fue extenuante!

Siempre me gustó engañarme con que tenía una personalidad desbordante, aunque no estaba preparado para este desdoblamiento múltiple, donde el agotamiento hacía estragos en mi... Me escocía ¡Pero no acabó ahí! Antes del fin de semana, éramos más de veinte y todos atendían a Carlota con solicitud, mientras yo paseaba el perro que, por razones ignotas, era el único que se ocupaba. De este modo, sobre mi espalda y sobre todo mi entrepierna, sentía con dolor los sucesos de casa.

Los que primero acababan con su faena marital se vestían, cada uno con su abrigo y sombrero para encaminarse a la tahona. Nos cruzábamos en el parque. Allí ocurrió mi primera pérdida y como tal, la más querida. Sultán, que siempre iba suelto, no sabía a quién seguir, si a mí o a mis otras personalidades. Desorientado, corrió hacia el confín del parque y lo perdí de vista para siempre. Aún guardo su correa.

Los problemas aparecían cual flores en primavera. Por ejemplo, los gastos de cada personalidad se sumaban, mientras que el bolsillo era uno solo. Y como el confinamiento seguía, ninguno de nosotros ingresaba dinero.

Con respecto a Carlota y nuestros comunes deseos carnales, los veinte decidimos repartirnos las horas para ejercerlos ante la satisfacción de ella al comienzo, y su posterior, perplejidad. Pasó el tiempo y sobre la mesilla de luz encontramos una carta. Simplificando “…nos amaba pero no podía más… ¡La tengo en carne viva!” Para mí fue un alivio. La extraño desde entonces, pero menos que a Sultán, que jamás me traicionó ni conmigo ni con nadie.

La cocina era el punto de encuentro. Como no entrábamos todos para mirar por la ventana nos turnábamos. Allí, al igual que en una fiesta las afinidades eran el nexo para que se formaran diferentes grupos: los tímidos pasaban horas en silencio sin decirse nada, ¡qué tedio! Quienes se decidieron por la lectura no tenían problema, pero los que veían televisión, sí; pues pocas veces se ponían de acuerdo. También se formó el clásico corrillo de los intelectuales que daban citas de autores y nombraban títulos de libros, películas de arte y ensayo… ¡Un coñazo!

El grupo de onanistas se divertía en grande, pero mi cuerpo quedaba exhausto. Rápidamente, uno comenzó a descollar, era un exhibicionista, se enseñoreaba entre sus pares enarbolándolo, como si de un mandoble se tratase, blandiéndolo a diestra y siniestra. Pero, ¡nada se queda en lo que era! Su perversión le llevó a mantener relaciones diarias y múltiples con una cajonera. A mí me destrozaba y requería horas para reponerme de los dolores de tantas magulladuras.

También había un grupo de discutidores profesionales, de esos que lo hacen por todo, lo importante no era el tema sino insultarse, agraviarse y, en breve, no faltaron las trompadas, patadas, piquetes de ojos y mordiscos. Ellos se acometían con violencia y mi cuerpo era quien quedaba destruido. Era como un trapo que emulaba a mi antiguo yo.

El confinamiento ha terminado y, como advertí al comienzo de esta historia, los humanos ante la adversidad nos crecemos. Con la bonanza y vuelta a la rutina mis personalidades fueron despareciendo. En cierto sentido me sentí aliviado, pero ante tanta destrucción dada la pandemia, una sola pregunta nació en mi mente: 

¿Qué hacer con tal cantidad de barras de pan viejo almacenado?



© Saúl Braceras

miércoles, 17 de junio de 2020

Paula de Vera García: Cuando decidas volver (Vegeta & Bulma #1)


Un latido.

El pánico en las gradas tardó en cundir lo que duró apenas un latido del corazón del Bulma. Cuando el suelo dejó de temblar y se hizo un silencio tan ominoso como espeso, la científica, aún abrazada a su hijo pequeño, notó que el corazón le daba un vuelco, como un mal presagio.
«Trunks», pensó de inmediato, temerosa. «Al otro Trunks le ha pasado algo. Estoy segura».

Así pues, en cuanto la gente empezó a correr y a bajar de las gradas, con la mitad de la policía intentando hacerse cargo de la situación y la otra mitad dirigiéndose hacia los sótanos de las instalaciones del estadio, Bulma no lo dudó dos veces. Dejó a Trunks bebé al cargo de Chichi y, sin dar más explicaciones, salió corriendo tras los oficiales, abriéndose paso a empellones para no perderlos de vista. Solo cuando ya estaban llegando a la altura de sus vehículos propulsados, los policías se dieron cuenta de que alguien venía detrás de ellos. Una joven de pelo azul recogido con una cinta amarilla seguida de un variopinto grupo de personas que parecían increparla para que se detuviera. Pero ella solo frenó cuando casi un oficial tuvo que retenerla por los hombros para que lo hiciera.

—¡Señorita! Vuelva con el resto de la gente —le ordenó sin más ceremonia—. Debe acudir a un lugar seguro.

Pero aquel hombre no había oído hablar de la terquedad de la única hija del millonario Dr. Briefs. Sin amilanarse, la muchacha se zafó con un gesto de las manos del policía, lo encaró, y declaró con convicción:

—Escúchame, cretino. Soy Bulma Briefs, la heredera de Capsule Corp. Y… —dudó una milésima de segundo—. Mi marido está ahí abajo —mintió a toda velocidad, pensando en referirse a Trunks para que la mentira fuese creíble; pero, al tiempo, ignorando la punzada que le atravesó al corazón cuando pensó en otro que, esta vez sí, podría ser un candidato para serlo y, para bien o para mal, se encontraba a muchos kilómetros de allí—. ¿Acaso va a ser usted quien tenga a toda la familia en vilo sabiendo si está vivo o no?

Por un segundo, el oficial pareció quedarse como petrificado, dirigiendo una extraña mirada a la mujer que tenía delante. Hasta donde sabía, no había noticias de que la heredera de Capsule Corp. Se hubiese casado aún. Pero claro, podía ser que fuese…

Su hilo de pensamiento se cortó de golpe en cuanto comprobó que la joven lo seguía observando con ira e impaciencia mal disimuladas. El policía tragó saliva. No quería problemas con la otra familia más poderosa del planeta —después de la que organizaba aquel maldito evento malogrado— así que, tras dudar lo que la joven, en su fuero interno, sintió como una eternidad, aceptó llevarla en su vehículo a cambio de que se mantuviese apartada de lo que quisiese que encontrasen allá abajo. Bulma no protestó. Sin embargo, cuando Chichi llegó berreando a su espalda que qué narices estaba haciendo, se limitó a volverse, dirigirle una sonrisa confiada y rogarle, a gritos, que cuidase de un Trunks que ya comenzaba a llorar llamando a su madre. Bulma estuvo tentada de saltar del vehículo y volver con él, pero algo la impulsaba a seguir sus instintos y bajar a los sótanos. Tenía que comprobar que su mala palpitación se equivocaba.

El viaje por los túneles fue un recorrido plagado de curvas, vueltas y cambios entre luz y oscuridad que solo consiguió poner más nerviosa a Bulma. Cuanto más se acercaba, más notaba estrujarse a su corazón, lleno de temor y de esperanza al mismo tiempo. Sin embargo, cuando por fin salieron de nuevo a “cielo abierto” —si es que se podía denominar así a aquella bóveda plomiza que imitaba un montón de nubes— Bulma contuvo un grito a duras penas.
Era una ciudad. Antigua, de las que ya apenas existían en la superficie, pero se podía ver claramente su estructura, su planificación. Los edificios organizados, las calles… La mujer contuvo la respiración tapándose la boca. Las figuras.

Estaban desperdigadas, como muñecos esparcidos por algún niño gigante entre las ruinas. El ambiente, por otro lado, estaba extrañamente tranquilo. Demasiado. Pero eso no fue lo que casi hizo gritar a la mujer cuando estaban a punto de aterrizar… Sino el primer traje que atisbó por la ventana. Reconocería aquel tejido azul en cualquier parte.

—¡Señorita! —la increpó el policía cuando ella apenas esperó a que se abriera la compuerta del vehículo para saltar al exterior.

A su espalda se escuchaban sirenas, por lo que Bulma supuso que también estaban allí los servicios de emergencia. Sin apenas pensar, corrió en dirección a la figura morena vestida de azul y blanco, antes de frenar y girarse para contemplar a otra, de cabello violáceo, que hacía vanos esfuerzos por incorporarse. Bulma dudó, angustiada, mientras los miraba alternativamente. En su corazón batallaban el amor por esa otra versión de su hijo, amable, cariñosa y educada; y por la única persona a la que, después del infierno depresivo que había pasado tras la derrota de Célula, no esperaba ver allí tendida.

Sin embargo, en ese instante Trunks abrió un ojo, despacio. Un iris azul igual al suyo que, con cierta sorpresa, la enfocó antes de girarse hacia su padre. Bulma lo observó con un nudo en la garganta y siguió la dirección de su mirada, batallando con las lágrimas para que no escaparan de sus ojos. Pero cuando miró de nuevo hacia Trunks, la mujer se sorprendió al ver su gesto: apenas media sonrisa y la barbilla apuntando con brevedad hacia su padre. El cual, por alguna providencia divina, empezaba justo a recobrar el conocimiento en ese instante.

Sabiendo lo que significaba el gesto de su hijo, Bulma asintió, agradeciéndole aquel humilde gesto con una brevísima sonrisa, antes de dar dos pasos e inclinarse junto a Vegeta. Quería decirle algo, llamarlo para que abriera los ojos y la mirara. Pero, por algún motivo, las palabras y todas las preguntas murieron agolpadas en su garganta. Bulma sentía que, si abría la boca, el llanto se adueñaría de ella y sería incapaz de detenerlo.

En ese instante, para bien o para mal, Vegeta abrió los ojos y su gesto, como era de esperar, se desencajó al verla allí arrodillada junto a él. Casi sin fuerzas, sus labios parecieron susurrar su nombre mientras seguía intentando incorporarse sobre un codo. Bulma tendió una mano dudosa hacia él para ayudarlo a levantarse; pero, por algún motivo, Vegeta rechazó su ayuda sin delicadeza alguna antes de intentar ponerse en pie por sus propios medios. Bulma resopló. A veces podía ser tan cabezota…

Por ello, cuando las fuerzas volvieron a fallar al guerrero Saiyan, mientras los servicios de emergencia se acercaban y Vegeta les dirigía una extraña mirada, la mujer no se lo pensó dos veces y se acercó hasta cogerlo por los hombros. Él pareció tensarse y quiso apartarse con un gruñido, pero Bulma no estaba dispuesta a aguantar tonterías. No cuando estaba medio muerto. De ahí que, cuando él trató de alejarse unos centímetros, aunque sin poder despegar ni el trasero del suelo, Bulma lo tomara por la barbilla y lo obligara a mirarla.

—Vegeta. Basta.

Él le dirigió una mirada preñada de una mezcla de odio, derrota, vergüenza y quizá un punto de desprecio. Algo a lo que, para bien o para mal, Bulma estaba ya inmunizada hace tiempo.
—Por favor —agregó, al borde del llanto.

Entonces, el Saiyan pareció relajar un poco el gesto, se limitó a apartar la vista y se dejó ayudar y conducir hasta una de las ambulancias, solo sujeto por Bulma y por un enfermero que había acudido enseguida hacia su posición. La mujer subió junto a ellos sin dudarlo, asegurándose por el rabillo del ojo que también alguien recogía a un Trunks que parecía más recuperado y, al cabo de unos segundos, todos los vehículos abandonaron aquella macabra escena.

***

—¡Gohan! ¡GOHAN! —sollozaba Chichi, arrodillaba frente a la cama del hospital y haciendo que su hijo deseara por enésima vez que la tierra se lo tragase—. ¡Hijo mío! ¡Qué preocupada he estado por ti! ¡Si te hubiera pasado algo...!

—Tranquila, mamá —replicó entonces Gohan con alegría, como si en realidad no le doliese todo el cuerpo como el mismísimo infierno—. Si estoy muy bien, no tienes que preocuparte…

En la habitación no cabía un alma más. Yamcha, los Briefs, Chichi… Todos habían acudido a ver a los héroes que habían salvado a la Tierra de los Guerreros de Plata. Lo que permitía, en mayor o menor medida, que el chico de pelo violeta del futuro y su madre del presente tuvieran unos segundos de conversación íntima sin que nadie se fijara mucho en ellos.

—¿Cómo estás? —preguntó Trunks a su madre en voz muy baja.

Ella suspiró, sonrió y le apretó con afecto el brazo escayolado mientras el otro sostenía a la versión bebé.

—Mejor, ahora que sé que todos estáis a salvo.

Trunks mostró media sonrisa conforme que, aun envuelto en vendajes, le dio un toque bastante atractivo.

—Y, a… Ya sabes —susurró, mientras Chichi y los otros seguían más pendientes de Gohan—. ¿No vas a ir a verlo?

Bulma inspiró hondo y espiró muy lentamente, apartando la vista. Aunque era cierto que la había aliviado ver a Vegeta, también seguía molesta por su aparente actitud de veleta. «Ahora peleo, ahora no quiero. Ahora me deprimo, ahora estoy animado por cualquier cosa estúpida…» Desde que habían derrotado a Célula, a pesar de que Bulma y él habían decidido darse una oportunidad en serio y que, por norma, Vegeta estaba cumpliendo bastante con su intención de ser un padre más responsable, los recuerdos lo seguían acosando noche tras noche. Cuando Trunks había decidido quedarse unos días más para participar en el Torneo, el humor de Vegeta se había agriado de forma extraña, más que de costumbre. Las discusiones se habían sucedido entre Bulma y el Saiyan y la mujer, a pesar de que adoraba a su bebé y a la versión adulta de su hijo en común, no estaba segura de que quizá la opción de separarse de Vegeta no fuese la más apropiada. Lo quería, se lo había dicho cuando se reconciliaron y no se arrepentía en absoluto. Pero, por otro lado… Ella también se estaba empezando a cansar de luchar.

—¿Mamá?

Bulma bajó de nuevo la vista hacia Trunks, con la vista ligeramente empañada.

—No sé —arrancó, indecisa—. Supongo que me pasaré cuando esté de mejor humor o… —se pasó un mechón de cabello rebelde por detrás de la oreja, pensando seriamente en cortarse de nuevo el pelo lo más corto posible. Aquella longitud era un incordio—. Quizá ya cuando volvamos a casa… —en ese instante, la mujer detectó una extraña mirada en su hijo “versión adulta” y calló—. ¿Qué ocurre, Trunks?

A lo que él, despacio y sin moverse mucho a causa de los vendajes, hizo un gesto con los dedos para que ella se acercara. Aprovechando que el resto del mundo estaba distraído, le susurró al oído:

—No te rindas con él, ¿vale, mamá?

Bulma se apartó sin querer, con un respingo y mirándola extrañado. ¿Cómo era posible que…?

—¿Qué estás queriendo decirme, hijo? —preguntó en apenas un murmullo—. ¿Qué…?

Pero calló de nuevo cuando vio que Trunks sacudía la cabeza con suavidad y sonreía de una forma extraña.

—Solo tú puedes cambiarlo, mamá. ¿No te habías dado cuenta de eso?
Bulma palideció.

—No… No te entiendo.

Trunks la llamó de nuevo a su lado, muy cerca de su oído. Ella obedeció y él susurró:

—Hazme un favor y conviértelo en el príncipe que tiene que ser de verdad, ¿de acuerdo?

Bulma se separó, los ojos como platos y la emoción atenazando su garganta. ¿Cómo el Trunks del futuro podía conocerla tan bien? Pero, claro, la respuesta era evidente. Porque ya había convivido con “ella” lo suficiente como para conocerla. Con los nervios a flor de piel, la mujer asintió entonces despacio, aunque sin exteriorizar todas las dudas que aquel compromiso lanzaba sobre su alma. Aunque, si era por Trunks… Sí, estaba dispuesta a intentarlo. Claro que sí.

Como si les hubiesen leído la mente, mientras la gente ya empezaba también a aproximarse a la cama de Trunks para darle la enhorabuena, en ese instante se escuchó un alboroto procedente de la habitación de al lado que solo podía significar una cosa. Como un resorte, Bulma saltó de la banqueta y, sosteniendo aún a Trunks bebé entre los brazos, salió disparada de la habitación ante la mirada atónita de todos. Cuando llegó al pasillo, se encontró una escena casi dantesca cuando observó cómo, tras varios gritos que conocía de sobra retumbando al otro lado de la pared, dos enfermeras salieron de la habitación contigua con expresión furibunda e insultando al “desagradable paciente de la 108” con el mejor repertorio de cualquier barrio bajo de la ciudad. Bulma respiró hondo mientras las dejaba pasar y observaba la puerta cerrada de la 108 con aprensión y deseo a partes iguales. Pero su corazón ya había tomado una decisión.

De ahí que, sin ceremonia alguna, entrara de nuevo en la habitación que acababa de abandonar, dejara a Trunks bebé en las hábiles manos de los allí presentes y saliera de nuevo al pasillo. Se aproximó despacio a la puerta contigua, inspiró hondo diez veces, se obligó a tranquilizarse y a que dejasen de temblarle las rodillas, agarró el picaporte y entró en la estancia.

¡FELIZ DÍA DEL VEGEBUL!

Historia en 3 capítulos ambientada en el universo de Dragon Ball Z, tras la película “Dragon Ball: los guerreros de plata”
(Imagen: Vegeta y Bulma, Pinterest)
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lunes, 15 de junio de 2020

Cartas famosas: De Ernest Hemingway a Marlene Dietrich



Te estás poniendo tan hermosa que tendrán que sacar fotografías de tu pasaporte de 2,7 metros. ¿Qué es lo que realmente quieres hacer en tu vida? ¿Romper el corazón de todos por una moneda de diez centavos? Siempre podrías romper el mío por una de cinco centavos, y yo pondría la moneda.




La respuesta de Marlene Dietrich a Ernest Hemingway




Amado Papá, ya es hora de que te diga que pienso en ti constantemente. Leo tus cartas una y otra vez, y hablo de ti con algunos hombres selectos. He cambiado tu foto a mi alcoba y la mayoría de las veces que la observo me siento bastante impotente.





Fecha: 1947.

Contexto: El escritor y la actriz se conocieron en 1934, e iniciaron una relación que duró hasta 1950. De ella queda un conjunto de treinta cartas en las que se llaman con cariño: «hija» y «papá».