lunes, 29 de junio de 2020

Cristina Vázquez: La bolsa de rayas


Menuda, así es como se quedó con el paso de los años. O eso decía ella.

—Me he resumido —y se miraba las manos, un poco deformadas por la artritis, con verdadera sorpresa.

Esa manía del resumen de su cuerpo la acompañó junto con otra que repetía con insistencia. 

Era imposible que eso se hubiera perdido. Mientras no lo encontrara se quedaría cada vez más empequeñecida, aseguraba con seriedad. Por más que le preguntáramos qué era lo que se había perdido, su contestación siempre era: No es de vuestra incumbencia.

—Pero es imposible. ¿Dónde estará? —murmuraba perpleja.

Y una expresión desolada inundaba sus ojos azules, ya un poco velados por la edad, para al rato rejuvenecerse en una dulzura inapropiada y enternecedora en esa cara arrugada. ¿En qué pensaría?

Mantuvo siempre un resto de acento alemán arrastrando las erres y al contar unos chistes que no nos hacían gracia, ella indefectiblemente, con una risa contenida terminaba.

Muy Grasioso, ¿ja?

Todos sonreíamos, incluso el abuelo. Se conocieron en Francia, ella había huido de la persecución nazi por sus orígenes judíos y vivía modestamente con lo que pudo rescatar, trabajando como traductora para una editorial. Era alta, de un rubio casi albino con unos preciosos ojos azules y una mezcla de distinción y abandono que la acompañó siempre. Una energía ordenada tanto para la organización doméstica como para sus manifestaciones de cariño, era su característica. Aunque éstas fueran amables, incluso cálidas, nunca irradiaban auténtica felicidad y una vaga tristeza la encogía durante días.

Por más que la preguntaras nunca quiso hablar de su pasado y guardaba sus recuerdos en un cofrecillo de piel. Una bola de cristal, un pañuelo bordado con unas iniciales, llaves, dos fotos y una ramita con hojas secas. Pocas veces la vi contemplando esas menudencias.

Mi abuelo, en cambio, era un rubicundo afable, se desbordaba en lágrimas, abrazos y enfados con igual vehemencia, para luego volver al estado anterior a la misma velocidad. La alegría, el que no le dieran la lata y la diversión, eran las normas de su vida y esa medida la aplicaba a los demás, pero siempre que siguieran sus principios y no se le llevara la contraria. Observaba a su mujer con una amorosa perplejidad, como si no pudiera alcanzarla, pese a haberle dado una vida fácil, adinerada y mimarla a su manera. Con mucha frecuencia, cara compungida y falsa modestia, aseveraba cómo la había salvado de una situación difícil.

—Mi querida Helga, qué fortuna fue encontrarnos. Quién sabe lo que hubiera sido de ti. Mi pobre ángel —y la contemplaba con una posesión tranquila.

Ella le miraba directamente a los ojos con una indescifrable expresión y luego bajando la cabeza para concentrarse en la labor o la manualidad que estuviera haciendo, pues nunca paraban esas manos, le respondía indefectiblemente.

—Sí, fue una gran fortuna.

Una vez les oí discutir. Nunca la había visto enfadada. Sus reproches eran silenciosos, dejaba de hablar al que hubiera cometido algo inconveniente para ella. Pero esa tarde la oí exigirle que no le mintiera más, era imposible que algo tan grande se hubiera perdido. Resultaba muy cruel por su parte que no tuviera interés por encontrar lo único que le quedaba de su vida. El abuelo trató de calmarla, asegurando con violenta determinación que él había hecho lo imposible, pero todo sin resultado. Y un sonoro portazo me hizo correr escaleras abajo.

Que la abuela se iba reduciendo era un hecho, pero parecía no importarle, igual que si encontrara un placer en ir abandonando medidas y espacios. Murió tranquilamente una tarde, sentada en su sillón con el cofrecito en las manos. Lo cogí sin que nadie se percatara y lo guardé en una suerte de homenaje a su memoria secreta.

Pasaron unos años y cuando desmontamos la casa, apareció un recibo amarillento a nombre de ella, que el abuelo guardaba en su buró. Seguí la pista del mismo y resultó ser de un guardamuebles al que me acerqué llena de dudas y curiosidad. Solo había un precioso armario azul, solitario en medio de ese espacio, pintado con unos paisajes minuciosos, procedente sin duda de centro Europa y con remite de haber sido enviado desde Francia, hacía más de cincuenta años. Lo trasladé a mi casa con la esperanza de que una de esas llaves guardadas en el cofre sirviera para abrirlo. Y así fue. Esperaba que la carcoma lo hubiera estropeado y que el olor a humedad invadiera el cuarto, pero un aroma dulce a flores salió misteriosamente de él y encontré una bolsa de rayas colgada de un clavo. Dentro sólo había cartas amarilleadas por el tiempo, escritas todas con la misma letra, cartas de amor que pude entender con mi escaso alemán, y una foto. En un paisaje montañoso se destaca una pareja enlazada por la cintura. La abuela muy joven, espigada, con la cara luminosa, los ojos sonrientes y un militar alto y distinguido vestido con el uniforme nazi.



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