Menuda, así es como se quedó con el paso de los años. O eso decía ella.
—Me he resumido —y se miraba las manos, un poco deformadas por la artritis, con verdadera sorpresa.
Esa manía del resumen de su cuerpo la 
acompañó junto con otra que repetía con insistencia. 
Era imposible que 
eso se hubiera perdido. Mientras no lo encontrara se quedaría cada vez 
más empequeñecida, aseguraba con seriedad. Por más que le preguntáramos 
qué era lo que se había perdido, su contestación siempre era: No es de 
vuestra incumbencia.
—Pero es imposible. ¿Dónde estará? —murmuraba perpleja.
Y una expresión desolada inundaba sus 
ojos azules, ya un poco velados por la edad, para al rato rejuvenecerse 
en una dulzura inapropiada y enternecedora en esa cara arrugada. ¿En qué
 pensaría?
Mantuvo siempre un resto de acento 
alemán arrastrando las erres y al contar unos chistes que no nos hacían 
gracia, ella indefectiblemente, con una risa contenida terminaba.
—Muy Grasioso, ¿ja?
Todos sonreíamos, incluso el abuelo. Se 
conocieron en Francia, ella había huido de la persecución nazi por sus 
orígenes judíos y vivía modestamente con lo que pudo rescatar, 
trabajando como traductora para una editorial. Era alta, de un rubio 
casi albino con unos preciosos ojos azules y una mezcla de distinción y 
abandono que la acompañó siempre. Una energía ordenada tanto para la 
organización doméstica como para sus manifestaciones de cariño, era su 
característica. Aunque éstas fueran amables, incluso cálidas, nunca 
irradiaban auténtica felicidad y una vaga tristeza la encogía durante 
días.
Por más que la preguntaras nunca quiso 
hablar de su pasado y guardaba sus recuerdos en un cofrecillo de piel. 
Una bola de cristal, un pañuelo bordado con unas iniciales, llaves, dos 
fotos y una ramita con hojas secas. Pocas veces la vi contemplando esas 
menudencias.
Mi abuelo, en cambio, era un rubicundo 
afable, se desbordaba en lágrimas, abrazos y enfados con igual 
vehemencia, para luego volver al estado anterior a la misma velocidad. 
La alegría, el que no le dieran la lata y la diversión, eran las normas 
de su vida y esa medida la aplicaba a los demás, pero siempre que 
siguieran sus principios y no se le llevara la contraria. Observaba a su
 mujer con una amorosa perplejidad, como si no pudiera alcanzarla, pese a
 haberle dado una vida fácil, adinerada y mimarla a su manera. Con mucha
 frecuencia, cara compungida y falsa modestia, aseveraba cómo la había 
salvado de una situación difícil.
—Mi querida Helga, qué fortuna fue 
encontrarnos. Quién sabe lo que hubiera sido de ti. Mi pobre ángel —y la
 contemplaba con una posesión tranquila.
Ella le miraba directamente a los ojos 
con una indescifrable expresión y luego bajando la cabeza para 
concentrarse en la labor o la manualidad que estuviera haciendo, pues 
nunca paraban esas manos, le respondía indefectiblemente.
—Sí, fue una gran fortuna.
Una vez les oí discutir. Nunca la había 
visto enfadada. Sus reproches eran silenciosos, dejaba de hablar al que 
hubiera cometido algo inconveniente para ella. Pero esa tarde la oí 
exigirle que no le mintiera más, era imposible que algo tan grande se 
hubiera perdido. Resultaba muy cruel por su parte que no tuviera interés
 por encontrar lo único que le quedaba de su vida. El abuelo trató de 
calmarla, asegurando con violenta determinación que él había hecho lo 
imposible, pero todo sin resultado. Y un sonoro portazo me hizo correr 
escaleras abajo.
Que la abuela se iba reduciendo era un 
hecho, pero parecía no importarle, igual que si encontrara un placer en 
ir abandonando medidas y espacios. Murió tranquilamente una tarde, 
sentada en su sillón con el cofrecito en las manos. Lo cogí sin que 
nadie se percatara y lo guardé en una suerte de homenaje a su memoria 
secreta.
Pasaron unos años y cuando desmontamos 
la casa, apareció un recibo amarillento a nombre de ella, que el abuelo 
guardaba en su buró. Seguí la pista del mismo y resultó ser de un 
guardamuebles al que me acerqué llena de dudas y curiosidad. Solo había 
un precioso armario azul, solitario en medio de ese espacio, pintado con
 unos paisajes minuciosos, procedente sin duda de centro Europa y con 
remite de haber sido enviado desde Francia, hacía más de cincuenta años.
 Lo trasladé a mi casa con la esperanza de que una de esas llaves 
guardadas en el cofre sirviera para abrirlo. Y así fue. Esperaba que la 
carcoma lo hubiera estropeado y que el olor a humedad invadiera el 
cuarto, pero un aroma dulce a flores salió misteriosamente de él y 
encontré una bolsa de rayas colgada de un clavo. Dentro sólo había 
cartas amarilleadas por el tiempo, escritas todas con la misma letra, 
cartas de amor que pude entender con mi escaso alemán, y una foto. En un
 paisaje montañoso se destaca una pareja enlazada por la cintura. La 
abuela muy joven, espigada, con la cara luminosa, los ojos sonrientes y 
un militar alto y distinguido vestido con el uniforme nazi.

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