jueves, 18 de junio de 2020

Saúl Braceras: El señor de la barra de pan




A poco del confinamiento a raíz de la pandemia, una nueva rutina se apoderó de mi vida. Dormía hasta más tarde de lo habitual y en la cocina un café remataba los últimos residuos del sueño. La ventana era mi conexión con el parque donde, en menos de una hora, pasearía a mi perro para después ir a comprar el pan, como excusa para saltarme, ligeramente, el arresto domiciliario.

A los pocos días de esta nueva forma de vida, decidí llevar a modo de libro de bitácora mis experiencias, aunque nunca creí que tomaran este derrotero. Comencé parafraseando a Dalmiro Sáenz, a modo de exorcizar el tedio con una cita graciosa y dije que no escribiría sobre mí mismo, sino sobre una mesa.

Desde mi puesto de observación culinario y casi sin advertirlo, me llamó la atención un hombre que por allí paseaba con una barra de pan bajo el brazo. Corrijo lo escrito, pues no fue tan así, lo que cautivó mi mirada fue su ropa, ya que el abrigo y el sombrero se parecían a los que habitualmente uso. No sé cuántas jornadas se mantuvo esta vigilia. Siempre pasaba de izquierda a derecha por el centro del parque. Llegué a pensar con una sonrisa, que se trataba un ánima y muchas historias de mi niñez tomaron forma: La llorona, los aparecidos, la dama de blanco que sistemáticamente, en luna llena, se dejaba ver en una discoteca de City Bell, ciudad próxima a Buenos Aires. Mas un día, hubo un cambio. En vez de trasladarse de un lado a otro, se dirigió a la verja de mi jardín y entró. Debido a un alero del garaje, lo perdí de vista. Rápidamente fui a la puerta para ver quién se saltaba el confinamiento. Jamás pensé que esa mañana me encontraría con un destino no previsto.

Los humanos ante la adversidad nos crecemos, yo me multipliqué o quizás me dividí en dos, no lo sé. Pero, más allá de estas operaciones matemáticas, quien estaba frente a mí, no solo llevaba la misma ropa sino que era yo. La sorpresa fue mutua. Nos miramos largo rato. Por educación, le dejé entrar.

En la cocina terminé con mi café mientras él se preparaba uno mirando por la ventana hacia el parque. Mi mujer bajó en camisón a desayunar y, sin reparar en nada, lo besó de pasada a la espera de su café con leche, como era nuestra costumbre.

‒¿Ya estás vestido? ‒preguntó, con voz de dormida.

Entonces me descubrió quedándose atónita, tanto como nosotros dos, es decir, el yo y yo mismo, valga la redundancia. Encontrarse con otra personalidad de uno es, en sí, redundante.

Si bien físicamente éramos idénticos, su actitud era más decidida y sin pensárselo mucho, cuando ella dejó su taza en el fregadero la abrazó y con un profundo beso, que emulaba más a una traqueotomía, estremeció a Carlota. Ambos se fueron a la habitación. En breve quedó claro en qué ocupaban su tiempo. Él era otra personalidad mía, pero nuestro cuerpo era el mismo y, por tanto, me beneficiaba con sensaciones de lo que mi otro yo hacía. Por la noche los tres dormimos en la misma cama, aunque ella se arrimaba más a él.

A la mañana siguiente ya me había acostumbrado a mi otro yo paseándose en pelotas por casa, metiéndole mano a mi mujer… Sin más, preferí seguir con la rutina e ir en pos de mi café y, por ser un buen anfitrión, le preparé una taza. Lo cual agradeció. Evidentemente era tan educado como yo, bueno es que era…

Su pijama era idéntico. Se puso a mi lado para mirar por la ventana. No con menor sorpresa advertimos que dos hombres con sendas barras de pan bajo el brazo e igual vestimenta, abrían la verja del jardín. En unos minutos, los cuatro bebíamos café mientras nuestras miradas iban al parque.

Mi mujer bajó en camisón a desayunar y entonces nos descubrió con una amplia sonrisa. Al café con leche ni lo tocó. Aún antes de que yo acabara el mío escuchaba desde la cocina, nuestros gemidos en la habitación. ¡Para mí fue extenuante!

Siempre me gustó engañarme con que tenía una personalidad desbordante, aunque no estaba preparado para este desdoblamiento múltiple, donde el agotamiento hacía estragos en mi... Me escocía ¡Pero no acabó ahí! Antes del fin de semana, éramos más de veinte y todos atendían a Carlota con solicitud, mientras yo paseaba el perro que, por razones ignotas, era el único que se ocupaba. De este modo, sobre mi espalda y sobre todo mi entrepierna, sentía con dolor los sucesos de casa.

Los que primero acababan con su faena marital se vestían, cada uno con su abrigo y sombrero para encaminarse a la tahona. Nos cruzábamos en el parque. Allí ocurrió mi primera pérdida y como tal, la más querida. Sultán, que siempre iba suelto, no sabía a quién seguir, si a mí o a mis otras personalidades. Desorientado, corrió hacia el confín del parque y lo perdí de vista para siempre. Aún guardo su correa.

Los problemas aparecían cual flores en primavera. Por ejemplo, los gastos de cada personalidad se sumaban, mientras que el bolsillo era uno solo. Y como el confinamiento seguía, ninguno de nosotros ingresaba dinero.

Con respecto a Carlota y nuestros comunes deseos carnales, los veinte decidimos repartirnos las horas para ejercerlos ante la satisfacción de ella al comienzo, y su posterior, perplejidad. Pasó el tiempo y sobre la mesilla de luz encontramos una carta. Simplificando “…nos amaba pero no podía más… ¡La tengo en carne viva!” Para mí fue un alivio. La extraño desde entonces, pero menos que a Sultán, que jamás me traicionó ni conmigo ni con nadie.

La cocina era el punto de encuentro. Como no entrábamos todos para mirar por la ventana nos turnábamos. Allí, al igual que en una fiesta las afinidades eran el nexo para que se formaran diferentes grupos: los tímidos pasaban horas en silencio sin decirse nada, ¡qué tedio! Quienes se decidieron por la lectura no tenían problema, pero los que veían televisión, sí; pues pocas veces se ponían de acuerdo. También se formó el clásico corrillo de los intelectuales que daban citas de autores y nombraban títulos de libros, películas de arte y ensayo… ¡Un coñazo!

El grupo de onanistas se divertía en grande, pero mi cuerpo quedaba exhausto. Rápidamente, uno comenzó a descollar, era un exhibicionista, se enseñoreaba entre sus pares enarbolándolo, como si de un mandoble se tratase, blandiéndolo a diestra y siniestra. Pero, ¡nada se queda en lo que era! Su perversión le llevó a mantener relaciones diarias y múltiples con una cajonera. A mí me destrozaba y requería horas para reponerme de los dolores de tantas magulladuras.

También había un grupo de discutidores profesionales, de esos que lo hacen por todo, lo importante no era el tema sino insultarse, agraviarse y, en breve, no faltaron las trompadas, patadas, piquetes de ojos y mordiscos. Ellos se acometían con violencia y mi cuerpo era quien quedaba destruido. Era como un trapo que emulaba a mi antiguo yo.

El confinamiento ha terminado y, como advertí al comienzo de esta historia, los humanos ante la adversidad nos crecemos. Con la bonanza y vuelta a la rutina mis personalidades fueron despareciendo. En cierto sentido me sentí aliviado, pero ante tanta destrucción dada la pandemia, una sola pregunta nació en mi mente: 

¿Qué hacer con tal cantidad de barras de pan viejo almacenado?



© Saúl Braceras

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