sábado, 31 de octubre de 2020

Paula de Vera García: Esto es Halloween (Cars 3 - Halloween 2020)





Cinco años tras la retirada de Rayo McQueen…

Por primera vez en mucho tiempo, Cruz se arreglaba frente al espejo para asistir a una fiesta. La ligera luz de una pequeña lámpara de aceite era lo único que le permitía ver su reflejo en el espejo de la pared. Con cuidado y la ayuda de una antena, se ajustó la tela blanca sobre el techado… Justo antes de que una ráfaga de aire venida de ninguna parte apagase la vela y la dejase totalmente a oscuras.

La noche era cerrada, sin apenas luna. Ni siquiera las estrellas parecían brillar lo suficiente. Cruz se estremeció y miró a su alrededor sin apenas moverse un milímetro. En el exterior de su pequeño dormitorio no se escuchaba nada salvo el silbido del viento otoñal. Tragó aceite y giró a tientas para alcanzar el interruptor de la luz. No estaba segura de que funcionase en una noche como aquella, pero no veía más salida. Al menos, hasta que lo escuchó.

Tres golpes, lentos y apenas perceptibles, sobre la madera del portón frontal de la vivienda.

Lentamente y tragándose el miedo, Cruz avanzó hacia la entrada y alzó la rueda para apretar el botón de apertura del portón, aún semi escondida en la esquina junto a la llave. El portón se alzó muy despacio, una silueta oscura y enorme se dibujó en el dintel... Y cuando Cruz estaba a punto de gritar y retroceder, escuchó:

—¿TRUCO O TRATOOO?

La corredora dejó escapar todo el aire que estaba reteniendo sin querer y se rio, antes de lanzarse tras las dos pequeñas criaturas que, flanqueadas por sus padres, pretendían asustarla. No en vano, era la noche de Halloween.

—Uuuhhhh… —fingió Cruz, moviendo un trozo de tela blanca con la rueda hasta tapar su capó—. Habéis osado despertar al espíritu que vive en esta casa. Ahora sufriréis su venganza… ¡De cosquillas!

Dicho lo cual y ante la risa enternecida de los dos otros dos adultos, la joven Chevrolet amarillo comenzó a perseguir a los dos pequeños coches por entre los conos del motel que había erigido justo al lado. "El Cono Comodín" mantenía su esplendor de siempre; aunque, solo por una noche, habían decidido apagar las linternas y llenarlo todo de velas y candiles que le dieran al conjunto un aspecto más tétrico.

—¡Niños, tened cuidado! —gritó la madre sin poder evitarlo cuando vio que su hijo más pequeño, de unos tres años, derrapaba marcha atrás junto al lobby del motel—. ¡Cruz, no corras tanto!

Ante lo cual, un coche grande y uno pequeño, ambos de género femenino, frenaron en seco a la vez, distanciados apenas un par de metros y la miraron, confusas.

—Solo trataba de jugar con ellos —se excusó la más mayor, pensando que la reprimenda iba por ella.

Sally meneó los labios, consciente de que podía haber sido de más de brusca.

—Sabes que no te lo digo a ti —la tranquilizó con cariño antes de volverse hacia su hija mayor.

La cual, apretando los labios igual que solía hacerlo su padre cuando se disgustaba o quería hacer un puchero, protestó:

—Pero… ¡Mamá…!

Ante lo cual, Sally se mantuvo impasible. Sin embargo, no contestó a su hija, sino que se volvió hacia el otro coche pequeño, que seguía tratando de hacer cabriolas marcha atrás.

—¡Hudson! —lo llamó, ante lo que el pequeño frenó de inmediato y la observó, cauto—. ¡Ten cuidado!

El niño pareció meditar un segundo sus opciones; pero al comprobar que su madre no iba a darse por vencida, optó por acercarse sonriendo con inocencia.

—¿Has visto lo que he hecho? —preguntó, entusiasmado.

—Sí, cielo —repuso su madre con dulzura. No podía resistirse a esos ojos azules—. Pero ya hemos hablado de esto.

Hudson McQueen hizo un puchero como respuesta.

—Pero el abuelo Mater me dijo…

Sally lo interrumpió meneando la cabeza con gesto severo.

—No, cariño. Nada de retrovisores hasta que seas mayor. Ese fue el trato.

—Cielo, relájate —le aconsejó entonces Rayo, que había estado charlando con Cruz mientras Sally reunía a la tropa—. Es su primer Halloween. Déjale que se divierta.

Sally sonrió a medias, dejando ir la tensión en parte y lo miró con ternura. En esta ocasión, él se había disfrazado de vampiro y ella de bruja; algo clásico. Al menos, más que lo de sus retoños: Hudson, con su chapa azul cobalto, sus guardabarros redondeados y el morro un poco afilado, había optado por pintarse con los colores de su súper-coche favorito; mientras que Cruz…

—¡Papá! ¡Papá! —la pequeña de cuatro años se acercó rodando a gran velocidad y frenó justo con un derrape de trescientos sesenta grados frente a sus padres. Al revés que su hermano, era más baja que Hudson, había heredado el morro redondeado de papá y también su color de chapa, un rojo brillante—. ¿Te gusta mi disfraz? ¿Te gusta? ¿Te gusta?

Y antes de que Sally pudiese opinar sobre su última maniobra, un emocionado Rayo pronunció:

—Como las otras veinte veces que me lo has preguntado, estrella: me encanta —aseguró.

Pero, cuando fue a agregar algo más, otro coche apareció en escena.

—¡TÍA NAYA! —gritaron los niños al unísono antes de lanzarse hacia la recién llegada.

Esta los saludó con amor infinito y provocó una nueva sonrisa en el matrimonio McQueen.

—Cruz es igual que tú, ¿eh? —lo pinchó Sally, mordaz.

Rayo se rio por lo bajo, observando a su hija. Llevaba las pegatinas de Rust—eze sobre la carrocería, los rayos en los costados con el número 95 y un alerón falso –Sally se había negado a ponérselo de verdad de momento. Ya habría ocasión si debutaba como apuntaba que iba a hacer, argüía–. Hacía unos meses había encontrado de casualidad las grabaciones de las carreras de Rayo cuando era joven, sus entrevistas y sus primeros anuncios de la pomada Rust-Eze. Para su padre, solo le faltaba dominar el ¡Ka-Chow!, pero tiempo al tiempo.

Cuando la niña había llegado por fin a su vida hacía cuatro años, Rayo era de los que pensaba que no podía ser más feliz de lo que ya lo era hasta esa fecha. Pero el encargo a la fábrica, las pruebas, los diseños...: todo había salido a pedir de boca. Por ello, un año después se animaron a ir a por el segundo retoño.

La elección del nombre de su primogénita había estado reñida entre Nayara y Cruz, ganando finalmente ambas: Nayara Cruz; aunque, para variar, cada parental la llamaba de una manera según el caso.

Por suerte, para el chico no tuvieron dudas: solo había una opción posible.

—¡Mira, mami! —saltaba Hudson en ese momento—. ¡La tía Naya nos ha traído dulces de queroseno de Los Angeles!

—¡Qué bien! —se alegró Sally, sin ganas ya de regañarlos y relajándose un tanto. Rayo tenía razón: una noche era una noche. Y las "tías" al tiempo que madrinas de los pequeños, Cruz y Naya, no estarían más que un día en el pueblo para estar con sus ahijados—. Hola, Naya. ¿Cómo va todo?

Nayara de la Vega sonrió ampliamente bajo su sombrero de La Catrina, con un capó delineado de manera exquisita en forma de calavera. Ni siquiera se veían las cicatrices residuales del accidente que había tenido hacía casi doce años.

—Ahora mejor que he visto a mis pequeños favoritos —los aludidos se rieron cuando trató de empujarlos con el morro sin éxito—. ¿Y vosotros? ¿Cuándo es la próxima carrera?

—En cuatro días —respondió Rayo, haciendo un gesto elocuente hacia Cruz Ramirez—. A ver si este año cae la cuarta Copa.
Naya sonrió.

—Desde luego, el comienzo de temporada promete —alabó a corredora y director, a lo que la primera se sintió muy halagada—. Estoy segura de que lo conseguiréis.

—Eso espero —se animó Cruz—. También es cierto que Storm no está en su mejor época… Crucemos las ruedas.

Rayo gruñó por lo bajo. Aquel prepotente se había bajado un poco del pedestal cuando Cruz ganó su primera Copa cuatro años atrás, pero nunca había dejado de ser como una mosca incordiona en cada entrenamiento. Y la llegada de otros novatos muy preparados –a estas alturas, la tecnología avanzaba a pasos tan agigantados que Rayo casi sentía que sus propias victorias quedaban a un nivel irrisorio– tampoco había ayudado a mejorar su carácter. Pero, por suerte, Cruz había resultado ser una corredora ejemplar que nunca perdía la motivación. Y eso tranquilizaba infinitamente a su director de equipo.

—¡Mamá! ¡Ya es la hora! —gritó entonces Hudson desde la carretera, haciendo gestos con la rueda—. ¡Vamos o nos la perderemos!

—¡Sí! —corroboró la pequeña Nayara Cruz McQueen, imitándolo—. ¡Venga, papá! ¡Que nos lo perdemos!

Rayo se rio mientras avanzaba hacia su hija.

—Estoy seguro de que no me ganas —la retó, ignorando la expresión de falsa molestia de Sally al oírlo.

La pequeña Cruz imitó a la perfección la sonrisa socarrona de su padre.

—Ah, ¿no?  —replicó, hinchándose—. ¿Qué te apuestas?

Rayo, picado en broma, hizo rugir su motor, consiguiendo que Cruz "junior" se envalentonara e hiciese un amago de imitarlo. Para su ligera decepción, sonó algo similar a una moto arrancando a trompicones. Cuando la vio torcer el capó con gesto decepcionado, Rayo se aproximó a su pequeña y la rozó en el costado con el morro.

—Vamos, mi futura campeona. Ya llegará el día en que seas una McQueen hecha y derecha.

La niña pareció animarse con esa expectativa y rodó junto a su padre, henchida de orgullo. Hudson seguía rondando al grupo y experimentando truquitos bajo la atenta mirada de su madre. Pero cuando llegaron a la gasolinera de Flo y se reunieron en torno al Sheriff, el silencio cayó sobre Radiador Springs como un velo:

—Bienvenidos —murmuró el anciano agente, cubierto con una capa negra hasta los parabrisas—. Hoy, noche de difuntos, voy a contaros una historia que ha pasado de generación en generación. Un relato terrible sobre un espíritu que anda rondando estos pagos desde hace años, sin descanso… Hablamos… de la Luz Fantasma.

Unas horas más tarde…

—Vamos, chicos. Es hora de dormir —Sally se giró para recoger a su benjamín, que seguía mirando por la ventana con cara de susto—. Venga, cielito. Mañana nos espera un día largo y hay que acostarse.
Para su sorpresa, Hudson se giró levemente con cara de circunstancias.

—¿Aquí estamos seguros? —preguntó con voz trémula.

Ante lo que Sally enarcó los parabrisas con ironía.

—Bueno… ¿Dónde queda ahora el valiente Hudson McQueen, que estaba dispuesto a escuchar historias de miedo sin que flaqueara su voluntad?

El niño la miró con cara de molestia.

—¡Yo no tengo miedo! —replicó con voz aflautada—. Soy un niño valiente.

Sally sonrió.

—Entonces, debes saber que nada te sucederá. Y mucho menos si todos estamos aquí contigo.

Hudson suspiró, dirigió una última mirada a la oscuridad del exterior y, rendido, cedió a la evidencia y se dirigió hacia su rincón. Un metro más allá, Rayo ya estaba despidiendo a Cruz hacia el mundo de los sueños.

—Buenas noches, mis pequeños —les deseó Sally, besando a cada uno en una rueda—. Que descanséis y soñéis con cosas lindas.

—Buenas… Nooooches —bostezó Hudson, que en ciertas cosas había salido más a su padre que otra cosa, antes de cerrar los ojos y empezar enseguida a roncar suavemente. Ni un cañón de artillería sería capaz de despertarlo hasta el día siguiente.

—Buenas noches, mami —le deseó la pequeña Cruz, antes de frotar el capó con el de su padre—. Buenas noches, papá.

—Que descanses, estrella mía —Rayo la besó en el guardabarros—. Hasta mañana.

Pero cuando ya iba a salir detrás de Sally, el ex corredor escuchó aún la voz de su hija llamándolo desde la penumbra del pequeño dormitorio que compartían los dos hermanos. Tras hacerle una seña significativa a Sally, McQueen se adentró de nuevo en la estancia.

—¿Qué pasa, Cruz? —preguntó con dulzura, acercándose a ella.

Incluso en la penumbra, veía sus ojos de color mar abiertos de par en par. La niña, por su lado, dudó un instante antes de volver a abrir el capó:

—Cuando sea mayor —susurró—. ¿Podré ser como tú?

—¿Como yo? —quiso saber Rayo—. ¿Qué quieres decir?

La pequeña hizo un gesto cohibido.

—Una corredora —explicó con sencillez—. O como la tía Cruz...

Rayo sintió que se derretía por dentro sin remedio.

—Claro que sí —la alentó—. Podrás ser lo que tú quieras. Y yo seré el padre más orgulloso del mundo y te apoyaré siempre; deberías saberlo.

—Pero… Mamá dice que tú cambiaste —arguyó entonces Cruz, para su sorpresa—. ¿Yo tendré que cambiar también?

Rayo sonrió, amoroso, entendiendo de golpe por dónde iba la conversación.

—Sí, es cierto que cuando conocí a tu madre, cambié —explicó ante la atenta mirada de su primogénita—. Pero solo para descubrir a mi verdadero yo.

—¿Tu verdadero yo? —quiso saber Cruz, confusa.

Ante lo cual, su padre meneó la cabeza suavemente y la besó de nuevo.

—Algún día lo entenderás, mi pequeña estrella. Pero hasta entonces…

Hizo un gesto elocuente y la pequeña se acurrucó, obediente. No obstante, antes de irse, Rayo aún escuchó algo que lo emocionó aún más:

—Papá…

—Vamos, Cruz, duérmete —le aconsejó a su hija sin perder la paciencia.

—Solo una cosa más —prometió ella antes de añadir—. Cuando sea mayor… Quiero ser como tu verdadero yo.

Rayo se emocionó casi hasta el punto de llorar. De todo lo que su hija podía haberle dicho en su corta vida, aquello era sin duda lo más hermoso. Pero sabía que debía irse o Cruz jamás se acostaría.

—Lo serás, mi vida. Buenas noches.

—Buenas noches, papá.

Aun así, Rayo esperó unos segundos hasta escuchar la suave respiración de sus dos hijos antes de bajar la persiana definitivamente. Fuera, a apenas unos metros de distancia, lo esperaba su mujer.

—¿Y bien? ¿Se han dormido? —preguntó con cariño.

De siempre, Hudson caía como un tronco, pero Cruz era un polvorín; igual que su padre.

—¡Oh, sí! —aseguró este—. Han caído rendidos. Aunque…

Hizo una pausa dramática y Sally enarcó un parabrisas, curiosa.

—¿Aunque…? —repitió, mordaz, al ver que él tardaba en contestar.
A lo que Rayo, con idéntico humor, apostilló:

—Prepárate, porque creo que viene otra promesa de las carreras en la familia…




¡FELIZ HALLOWEEN!
(Historia inspirada en “Cars” de Disney Pixar. Imágenes: Disney)
Sigue a Paula de Vera en sus redes sociales: Twitter, Facebook, Instagram y Blog


No hay comentarios:

Publicar un comentario