En el amplio camarote de primera clase, recostadas sobre una cama, tres jóvenes contemplan una foto. A su alrededor, sobre las sillas y tirados por el suelo los vestidos y tules de luto que acaban de quitarse.
––Estabas guapísima, Sara, con el vestido de novia tan criticado en esa mini ciudad de paletos ––dice Esther, la hermana del medio, mientras se quita la media negra y estira los dedos de los pies.
––Cuando nos vio con nuestros trajes, que dejaban al descubierto mucho más que los tobillos, a tu suegra casi le da un espasmo ––interviene Raquel, la menor.
El enlace había sido arreglado por la abuela de las tres cuando, después de la muerte de sus padres en un accidente de tráfico, comprobó que la única herencia que les habían dejado fueron largos viajes alrededor del mundo, conocimiento y una sofisticación que no cuadraba demasiado con aquella zona de La Mancha.
––Al menos sois guapas y tenéis clase, dos cualidades muy apreciadas por cierta gente que si bien tiene el dinero que necesitamos, carece de lo que vosotras atesoráis -les dijo la abuela una vez finalizado el funeral.
No tardó en iniciar las negociaciones con los Sánchez, una familia con tres vástagos en edad de casarse y con una renta considerable como para mantener el nivel de vida de sus nietas.
––Teobaldo, el mayor, será para Sara ––informó la señora a su regreso de la visita a los vecinos––. Sus padres están de acuerdo. Ignacito, el segundo, para Esther y el menor para ti, Raquelita.
––¿Y cómo se llama el menor, abuela? ––preguntó Raquel con sorna.
––Jeromín. Eso creo. He hablado tanto y escuchado más de lo que mi viejo cerebro puede digerir que ya no me acuerdo, ––contestó la señora mientras pedía a la criada una copa de licor––. De todos modos los conoceréis el próximo sábado. Vendrán a merendar.
Si las jóvenes esperaban a los tres mosqueteros, se llevaron una desilusión. Bastos y sin los modales a los que estaban acostumbradas, los hombres se sentaron uno junto al otro en un sofá de la biblioteca y solo abrieron la boca para degustar los pastelitos.
La primera boda se celebró un soleado día de mayo. Sara estaba preciosa con el vestido que su madre había tenido la previsión de comprar en París antes del accidente, y las hermanas oficiaron de damas de honor con igual elegancia y excentricidad.
El pobre Teobaldo murió durante la noche de bodas, incapaz de soportar los embates de su primer orgasmo. Con lo buen jinete que era, murmuraba la abuela de las chicas, y no pudo montar a su mujer.
El periodo de luto por ese fallecimiento retrasó la boda de Esther con Ignacito, que tuvo lugar un año después, aunque con menor boato. Esta vez, el novio superó la prueba del sexo y, a pesar de que su esposa lo conminaba un día sí y el otro también para ver si tenía la misma suerte que su hermana mayor, el hombre superaba las proezas. Este es un verdadero cabalgador, cuchicheaba la abuela. Así que la joven no tuvo más remedio que acudir a los consejos de una octogenaria conocida por sus brebajes.
––Toma, hija ––le dijo la anciana mientras le daba un frasco de cristal ––es belladona. Unas gotas todos los días, de a poco, y verás cómo dentro de un tiempo estará con su hermano mayor.
Y así fue. Una madrugada apareció muerto en la cuadra, junto a su yegua favorita.
De más está decir que Jeromín no quiso saber nada de casarse con Raquel. Esas hermanas traían la parca bajo el brazo, pensaba no sin razón el muchacho.
Con la teatralidad de los trajes de luto y pañuelos de batista bajo las narices, las tres viajaron a Inglaterra para embarcarse en un vapor que las llevara a Nueva York. Allí habría señores que desconocieran sus historias y sería fácil encontrar algún candidato para la menor, ya que esta aún no había heredado fortuna alguna de un marido.
Ahora están las tres en ese camarote, mirando la foto de la primera boda y soñando con la tercera.
––Ponte el vestido rojo ––indica Esther a su hermana pequeña–– realza el color de tu piel y dejarás pasmado a ese banquero neoyorquino. Esta noche tienes que estar deslumbrante ––continúa mientras se cepilla el pelo––. Por cierto ¿qué querrás de regalo de boda?
––Un frasco de belladona ––responde Raquel colocando una gardenia en su escote.
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