martes, 13 de abril de 2021

Malena Teigeiro: La ofrenda

 


Itzel, así se llama la madre de Mayalen, se dedicaba con su hija a vender las flores de su jardín por las calles. Desde que se había casado, la joven siempre elegía las más bonitas para hacer su ofrenda. Las llevaba a la catedral y como si fueran sus más preciadas joyas, las colocaba a los pies del altar de Ella. Luego, de rodillas, pedía porque el amor que se tenían no se acabara nunca, porque la enfermedad y la muerte no se enamoraran de él, porque volviera cada noche a su casa. Lo hacía alegre, en el convencimiento de que Ella no podría dejar de escuchar sus plegarias. Casi siempre la acompañaba su madre, una mujer seria, adusta, que también recogía flores, las cuales, además de ser bastante más pequeñas, no eran tan bonitas y quizá por eso, pensaba Mayalen, nunca las llevaba a la catedral.

Itzel había hecho lo mismo que su hija durante mucho tiempo. Hasta que una noche él no volvió. Era verdad que su hombre era un poco pendenciero y que bebía bastante, y que le gustaba entretenerse con las mujeres bonitas, pero era su hombre. Y él siempre, siempre, sin importar donde hubiera estado ni con quién, cuando volvía a casa por la noche la amaba haciéndola llegar hasta el cielo.

Hasta que no regresó.

Una noche tras otra, siguió esperándolo. La primera noche como siempre, entre las tiesas y blancas sábanas. Luego sentada en la mecedora. Veía salir las estrellas, primero. Luego, contemplaba la luz del sol y era entonces, solo entonces, cuando comenzaba a trajinar como lo había hecho cada día.

Después de algo más de cuatro semanas de haber desaparecido, le trajeron su cuerpo envuelto en una manta de colores. Parecía un libro desvencijado. Ante la sorpresa de todos, no permitió que lo entraran en la casa y allí mismo, en la calle, delante de la puerta y de todos sus vecinos lo rodeó de flores, las más grandes y bonitas que encontró, y celebró su duelo.

Nadie comprendía por qué no lo lloraba, por qué no hablaba nunca de él, ni adornaba con flores su tumba. Ellos, sin conocer su anhelo, la criticaban. Se reían de ella, la llamaban loca. No le importaba. Y aunque el dolor de su ausencia le rompía el alma, noche tras noche, seguía acunándose con el vaivén de la mecedora. Ellos qué sabrían.

Lo cierto era que la noche en que desapareció él había vuelto a la misma hora de siempre, casi cuando salía el sol. Itzel dormía profundo cuando la despertó una fría corriente. Y al abrir los ojos, lo vio de pie al lado de la cama. Con su mano helada le acarició la frente y su voz, como si viniera de un eco lejano le susurró que lo perdonara. Que no lo abandonara. Que no quería irse. Ella lo miraba hechizada, sin miedo, sorprendida de que de la herida que tenía en la frente, larga, grande, tan profunda que se le veía el hueso, no manara ni una gota de sangre.

—No dejes que me entierren. No quiero que mi cuerpo me lleve —le decía una y otra vez apretándole las mejillas con sus dedos hueros.

Al ver que no le contestaba, levantó las sábanas y se acostó a su lado. Su cuerpo le dio amor, le dio frío. La noche siguiente se sentó en la mecedora, justo al lado de la puerta. Allí lo esperaba. Y desde entonces, nada más comenzar a caer la tarde, cual perro cancerbero, se aposentaba en el mismo sitio, en la misma mecedora, acunada por la brisa del mar. Y él seguía volviendo a su casa todas las noches y allí se quedaba, acostado entre las sábanas de lienzo que ella almidonaba cada tarde hasta que rompía el amanecer. Y dormía tranquilo porque sabía que Itzel cuando llegaba la Chingada para llevárselo al Mas Allá, le engalanaba la túnica y el mango de la guadaña con sus más preciadas flores, y la Chingada, al fin y al cabo mujer coqueta, se marchaba para volver de nuevo el próximo amanecer.

Delante del altar Itzel miró a su hija Mayalen. La contempló mientras se agachaba a para dejar su cesta de flores. Luego, como si las dos fueran una sola, implorante, elevó la vista hacia Ella.

© Malena Teigeiro

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