miércoles, 19 de mayo de 2021

Liliana Delucchi: Mármol de sangre

 


Desde el último tramo de la escalera Briselda creyó percibir un olor que no era el habitual y cuando abrió la puerta tuvo que buscar un pliegue de su arrugada túnica para taparse la nariz. A punto de descomponerse, pensó que no podía haber tanta basura, solo habían pasado dos días desde la última vez que fue a limpiar el taller.

«Nuevamente habrá vomitado su borrachera», se dijo. Y mientras se encomendaba a Vesta dio los primeros pasos al interior.

«No es que el artista sea muy limpio, sin embargo, esto es demasiado», murmuró al ver la gran mancha de vino curiosamente espesa de una jarra destrozada.

Conteniendo la respiración, se acercó a las ventanas cubiertas con gruesas telas para descorrerlas, fue entonces cuando lanzó un grito y se desmayó.

Los alborotados vecinos de Suburra la rodeaban cuando sus ojos se abrieron para descubrir que parte de su vestido estaba manchado de sangre.

—No es tuya, Briselda, tranquila —le susurró un viejo legionario que vivía en el burdel de la planta baja.

Marco Bertonius era uno de los escultores más reputados de la ciudad, por ello se le encomendó la realización de una estatua que conmemorara a la difunta hija del pretor.

—Tiene que ser la más bella que hayas hecho nunca —ordenó el padre de la joven—. Presidirá la entrada de mi casa como ella ya no podrá hacerlo.

Y el artista se puso a trabajar.

A medida que el mármol iba tomando forma, Marco sentía que el aire que se colaba en su estudio lo rodeaba como si de un espíritu se tratase. Jornada tras jornada y casi sin descanso daba forma a un ser marmóreo bellísimo cuya expresión de dulzura lo acompañaba durante el sueño. Su imagen era lo último que veía antes de cerrar los ojos y lo encandilaba con las luces del alba.

Una ligera túnica cubría las formas de la cadera, mientras que la mano derecha la recogía sobre la rodilla con un gesto femenino. Marco la besó en el cuello antes de taparla con una manta y cerrar el estudio con doble llave. Era un secreto, a punto tal que ni siquiera osaba confesárselo. Era algo recóndito, oscuro.

Cuando en la taberna le preguntaban por su trabajo eludía las respuestas y tragaba rápidamente el vino. Si bien nunca había sido muy habilidoso para conseguir amigos, al menos guardaba ciertas formas, pero desde un tiempo se había vuelto huraño y hasta había dejado de acudir al templo de Baco, como siempre había hecho.

Día tras día y sus noches sin fin lo encontraban en el taller, esculpiendo, dando forma a una idea, a una ilusión que iba más allá de su magín. Por momentos parecía un autómata. El tiempo lo fue transformando en un habitante del averno donde era difícil reconocerse. De pronto y sin saber cuándo, la razón había saltado por la ventana.

Su amor, como gustaba llamarla, le pertenecía solo a él y a nadie más. Nadie podía verla.

Las formas fueron apareciendo cada vez más nítidas desde el fondo del mármol. De un esbozo rugoso, el pulimento dio origen a un ser mágico. A punto tal que comenzó a abrazarla, acariciarla… La eyaculación llegó sin más.

Debía beber, así al menos justificaría su borrachera erótica. La falta de vino le hizo correr escaleras abajo. El burdel, como siempre, estaba concurrido. Sin cruzar palabra con el tabernero, este le puso una jarra, él sacó una bolsa donde las monedas de oro y de plata brillaban como pequeños soles. El hecho no pasó inadvertido a varios hombres del Collegium de Suburra, tatarabuelos de los mafiosos actuales, que lo siguieron en tanto se alejaba en dirección a su taller.

No habló cuando lo golpearon para que les dijera dónde estaba el resto del dinero, ni siquiera cuando le clavaron ambas manos a la mesa.

Prisco, el  jefe de la banda, al advertir que los ojos de Marco se posaban en la estatua cogió su porra y golpeó la mano derecha de la misma, que cayó al suelo. Cuando el jefe iba a descargar otro estacazo contra la cabeza, el escultor habló. Prisco, sonriente, cogió el dinero y volvió a golpear a la estatua, decapitándola. El grito surgió de un fondo profundo, que nadie, ni siquiera Marco, sabía que existía.

La orden fue tajante y se cumplió antes de que los sicarios emprendieran la huida, dejando el cuerpo del artista junto a su obra.

La gran mancha de vino de una jarra destrozada empezó a espesarse.

© Liliana Delucchi

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