domingo, 11 de julio de 2021

Socorro González-Sepúlveda Romeral: El vestido azul

 


 

Aquel día, Tina fue a esperar el coche correo. Después de ver apearse a todos los viajeros, el cobrador comenzó a repartir todos los encargos. Nombraba, uno por uno, a los destinatarios de los paquetes, pero a ella no la nombró. La cara desilusionada de Tina, al borde de las lágrimas, hizo que el cobrador volviera al autobús y mirara por todos los rincones, pero el paquete no apareció.

─Debe haberse quedado en algún pueblo ─dijo el cobrador−. No te preocupes mañana lo recuperaré. Me lo ha dado esta tarde la modista para ti.

─Mañana es la fiesta y no podré estrenarlo ─dijo Tina─ a punto de hacer pucheros y, para que no la vieran llorar, volvió la cabeza y se marchó despacito a su casa.

Era la víspera de la Fiesta. Tina era la tercera de una familia numerosa.  Cada año por esas fechas, la madre hacía un esfuerzo para que todos sus hijos estrenaran algo bonito. Tina había cumplido diecisiete años en marzo y su madre pensó, que ya era hora de que le hicieran un verdadero vestido, hasta entonces siempre se los había hecho ella.

Fueron a la capital y se alojaron en casa de la tía-abuela, casada con un boticario, como tenían por costumbre. La tía, cariñosa como siempre, les acompaño a hacer las compras. El dependiente del comercio de tejidos ponía sobre el mostrador una tela sobre otra, mientras miraba de reojo la reacción de la jovencita después de mirar a la madre, que consultaba el monedero, continuamente. Las telas eran más caras de lo que ella había imaginado. El dinero no lo había reunido hasta la noche anterior, cuando llegó  su cuñado, como caído del cielo, diciendo:

─Sé que mañana vais de viaje. Necesitareis dinero.

─Toma coge esto, nunca está demás. Ya me lo devolverás cuando puedas.

Ella respiró aliviada. El dinero era su principal preocupación, casi nunca había en casa.

 ─¡Dios proveerá! ─decía─ y casi siempre, proveía.

Por eso, pudo comprar la tela de tafetán azul que hacía juego con los ojos azules de Tina y su pelo rubio ceniza. Era muy tímida, se ruborizaba con frecuencia. Sus mejillas estaban rojas, como la grana, mientras el dependiente le acercaba la tela a la cara y le decía.

─ Ve que bien le sienta, señorita, venga a mirarse en este espejo.

Tina se miraba y apenas se reconocía. No estaba acostumbrada a que le prestasen tanta atención ni a verse en un espejo de cuerpo entero. Lo que vio en el espejo le gustó: una chica muy joven y muy guapa, aunque un poco pueblerina.  

Desde allí, fueron directamente a casa de la modista. La madre protestaba:

─No puedo, tía, es demasiado −La tía puso un dedo en sus labios.

─¡A callar! La modista cose para mí; coserá también para la niña. Yo la pagaré.

Al día siguiente, después de hacerse las pruebas, madre e hija volvieron al pueblo. Tina estaba muy ilusionada. El vestido azul le sentaba muy bien. Con un gran cuello a modo de esclavina y un gran lazo blanco de raso, parecía una princesa de cuento. La modista había prometido enviarlo sin falta para la fiesta y la niña se imaginaba saliendo de casa para la misa solemne con el vestido puesto o bailando en el salón del pueblo por la noche. Soñaba con la admiración que causaría, con la envidia de sus amigas y la mirada orgullosa de su madre y sus hermanos.

El vestido no llegó ni ese día ni al  día siguiente. No podía llegar. Otra chica también joven, también rubia, también pobre, se había encontrado el paquete, sin saber cómo, entre su equipaje al apearse del autobús, que también paraba en su pueblo, y al llegar a  casa y abrirlo pensó que era el maravilloso vestido de la Cenicienta, ¡Un milagro! Para el baile de la noche. Ni por un momento, pensó en devolverlo. Se lo quedó.

El baile había comenzado, cuando Margarita entró en el salón. Las jóvenes luciendo sus mejores galas, esperaban sentadas en las sillas, alineadas alrededor del salón, especialmente adornado para ese día. Cuando entró Margarita, se oyó un murmullo entre la gente de: ¡Ah!, ¡Ah! y ¡Oh!, ¡Oh! El vestido azul le sentaba como un guante, parecía hecho para ella. Margarita no tenía los ojos azules, pero los tenía dulces y pardos y su pelo era dorado y abundante como la mies en verano. Todas las miradas la siguieron, las de las chicas  y las madres con envidia la de los chicos y los hombres con deseo.

 Ella bailó y bailó una y otra vez, dando vueltas por la pista. Los chicos  la rodeaban, como moscas alrededor de la miel. El vestido azul se movía al compás de la música y destacaba la belleza de la jovencita, que exaltada por el éxito de la noche, cuando estaba a punto de desmayarse, se sentó para descansar un momento.

En un rincón miraba el baile, con aparente indiferencia, el «príncipe» del cuento. Había nacido rico porque sus abuelos y sus padres lo fueron antes que él. Hacía poco que había enviudado, tenía dos hijos pequeños, que cuidaba la abuela. Era un hombre taciturno, alto y fuerte, de pocas palabras y sentimientos contenidos. Estaba en el baile porque su madre se lo había mandado:

─Anda, hijo, que aún eres joven. Vete a distraerte un rato. No puedes estar todo el día metido en casa o en el campo.

 Él la hizo caso y allí estaba, como todos, se fijó en Margarita que, hasta esa noche había sido invisible para él. Creyó recordar que era hija de un aparcero de sus tierras, pero él la recordaba cuando era una niña, nada que ver con aquella joven esplendida vestida de azul. Tuvo un impulso y, sin pensar en las consecuencias, cuando la vio sentarse se acercó a ella para pedirle un baile. Hacían una buena pareja, a pesar de la diferencia de edad. Sus movimientos sincronizaron, rápidamente. Se dejaron llevar por la música, Margarita cerró los ojos y sintió como latía fuerte el corazón de su pareja. Él no dejaba de mirarla y sintió que el corazón no le cabía en el pecho. Todas las miradas convergían en la pareja, la música seguía tocando. Al cabo de dos meses se casaron.

─El vestido azul nos acercó −dijo un día Margarita─ pero lo que no sabes es, que aquel vestido no era mío, llegó a mis manos por un error o por un milagro; aquel vestido era para otra chica. He pensado mucho en ella ¿Qué pasaría?

Cuando Tina llegó a casa se encerró en su cuarto para llorar a solas. Aquella noche no salió y pensó que, naturalmente, Dios había castigado su vanidad con la desaparición del vestido. De nada sirvió que su madre le dijera que todo era fruto de la casualidad y de los muchos encargos que tenía por estas fechas el cobrador del autobús, que Dios nada tenía que ver con esto.

Al día siguiente, el día de la fiesta, Tina fue a la misa solemne con los ojos bajos y el vestido, que había hecho su madre para ella el año anterior y que ya le venía un poco estrecho. Por la noche no fue a bailar, por más que la insistieron las amigas. A partir de entonces, frecuentaba la iglesia con porte modoso, ¡pareces una monja!, se burlaban sus hermanos. Su madre, que sabía el verdadero motivo, quiso sacarla del error y propuso encargar otro vestido igual, a pesar del sacrificio que suponía. Ya era tarde, Tina no quiso saber nada de vestidos ni de otras cosas que la apartaran de la vida piadosa que había elegido. A los pocos meses entró en un convento.

Antes recibió un paquete, por la misma vía por la que perdió el vestido azul, con el hábito de novicia que tendría que llevar durante un tiempo. También esta vez fue a esperarlo y, cuando lo abrió en su casa, delante  de sus padres y hermanos, sintió una fuerte emoción: el hábito también tenía una  amplia esclavina y un lazo blanco, también era de un precioso color azul.    

 

                                       © Socorro González-Sepúlveda Romeral

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