lunes, 17 de enero de 2022

Paula de Vera García: Futuros divergentes


 

Aquella mañana, Sebastien se levantó con un buen presentimiento. Mientras salía de la cama y después de la habitación, sus manos parecían temblar más que de costumbre a causa de la anticipación. De hecho, al contrario que muchos otros días, el joven ingeniero ni siquiera pasó por la cocina ni se hizo su habitual bebida energética de desayuno. El hambre física había sido sustituida, más que nunca, por otra comezón mucho más profunda que parecía acrecentarse a cada paso que daba hacia el laboratorio. De hecho, cuando llegó a la estancia deseada, Sebastien se detuvo un instante en el umbral; aspirando con los ojos cerrados el aroma a tranquilidad que imbuía cada rincón de aquel lugar. Su santuario. Su espacio sagrado en toda la extrañeza que lo rodeaba en el resto de su día a día.

Si le hubieran preguntado y hubiese tenido que responder con honestidad, aquel ingeniero reconocería sin dudarlo mucho que aquel habitáculo de apenas doscientos metros cúbicos no tenía mucho de particular. Más allá de lo sentimental, claro. Cuando trabajaba allí, las paredes se veían revestidas de madera oscura barnizada, cubierta de esos trofeos y objetos exóticos que Sebastien adoraba desde que era un mocoso. Entre las silenciosas piezas, cortinas de enredadera caían y serpenteaban, haciendo caprichosos diseños en verde sobre castaño. Y, al fondo, el enorme ventanal semiesférico. La puerta al mundo exterior. ¿Cuándo podría volver a sentirlo sobre su piel, bajo sus zapatos…? ¿Frente a su rostro?

Con aquella pregunta martillando más que nunca en su cerebro, esa mañana en particular, Sebastien apenas se entretuvo más que lo justo para apreciar todos aquellos detalles. Por el contrario, y en cuanto abrió de nuevo los párpados, saliendo de su brevísimo trance, sus irises grisáceos se posaron de inmediato en la imponente figura que ocupaba el centro de la estancia. La luz temprana que se colaba por el ventanal despertaba reflejos en la cristalina superficie de las láminas exteriores, las que crearían la cubierta; mientras que sólo los rayos más osados conseguían hacer destellar el mecanismo que se escondía entre todas aquellas piezas translúcidas y curvadas. El corazón de la máquina, de su última invención… y de su sueño de un futuro mejor.

Sebastien sacudió la cabeza, tratando de eludir como fuese la amargura, antes de inspirar hondo y adentrarse del todo en la sala. Como de costumbre, cerró la puerta tras de sí con cuidado. Después y como primeros pasos, se dirigió al perchero más cercano para vestirse con su mono de ingeniero industrial y se ajustó las gafas de protección sobre la frente. Por último, tomó su caja de herramientas de camino hacia la máquina y enseguida se puso manos a la obra.

Lo cierto era que le había costado más años de los que esperaba; pero hacía un lustro que, por fin, sus plegarias habían empezado a hacerse realidad. Sus investigaciones habían dado sus frutos cuando encontró aquel manual en la biblioteca social de la comunidad en la que vivía. En un mundo plagado de tecnología hecha a pedazos con retales de un pasado que muchos habían olvidado ya, el joven encontró ese tesoro de tiempos pasados donde menos lo esperaba: enterrado, intencionadamente o no, en una esquina polvorienta; entre pilas de otros volúmenes digitales de contenido insulso que hacía mucho que nadie se molestaba en revisar o leer.

«Puro entretenimiento para mentes aletargadas», rezongaba Sebastien para sus adentros siempre que veía uno de esos dispositivos. «Así le va a esta sociedad...».

Él, que siempre se había enorgullecido de sus conocimientos y sus capacidades como ingeniero, a sus actuales treinta años sentía que en definitiva a nadie le importaba. Nadie quería saber cómo se creaban las cosas o para qué servían en realidad… Sólo se creían lo que decían los políticos y se dejaban llevar por sus mentiras, sin atender a razones ni a comprender cómo funcionaba el mundo.

«Gentuza», bufaba Sebastien, sin que le escucharan. «No saben ni encontrarse el trasero con las dos manos y van a ayudar a salir de esta situación… ¿A quién?»

Por estas y otras razones era por las que Sebastien estaba tan nervioso aquel día. Con un poco de suerte, su máquina podría cambiarlo todo. Su futuro estaba a apenas unos tornillos de distancia. Aunque fuera un pensamiento algo egoísta...

―Ses…

Casi como un resorte y evitando por poco dejar caer la llave inglesa que tenía en la mano, Sebastien se dio la vuelta; procurando, al mismo tiempo, mantener el rostro lo más neutral posible y que su disgusto por la súbita interrupción no se filtrase ni una pizca en las arrugas prematuras de su rostro. A la vez, no debió sorprenderse cuando la ilusión que rodeaba las paredes del laboratorio se disolvió en el aire como por ensalmo. Por supuesto, gracias a la acción del blanco dedo de su esposa sobre un interruptor próximo a la puerta. A ella nunca le había gustado su decoración.

―Aime… ―saludó a la recién llegada, no obstante, haciendo un esfuerzo máximo de cortesía―. ¿Qué estás haciendo aquí?

«Es muy temprano», quiso añadir, pero se contuvo.

Para bien o para mal, aquella situación ya era cotidiana y Sebastien prefería repetir la misma escena, una y otra vez, a tener que abandonar una discusión larguísima y cargada de reproches. La cual, por otra parte, siempre le dejaba una linda jaqueca que le impedía trabajar. Y hoy no podía permitírselo, no quería.

Como suponía, ella no varió el gesto un ápice al escucharlo. Su nueva genética y sus implantes, obtenidos hacía relativamente poco, harían que ese rostro juvenil durase mucho tiempo; tanto como el de cualquier otra mujer de la comunidad que quisiera aparentar lo que ya no era, en realidad. Una y otra vez, Sebastien sólo se preguntaba qué es lo que había llegado a ver en ella para haberse decidido a convertirse en su esposo. Claro que, en parte, no había sido sólo decisión suya… Pero esa queja era algo que nadie de su entorno terminaba de entender, tampoco. En la comunidad, las cosas eran como eran. Y punto.

―Podría preguntarte lo mismo ―inquirió ella entonces, sin alzar la voz, pero destilando una intención inquisidora que, por supuesto no traslució en su rostro blanco como la nieve, ni en sus ojos ambarinos―. ¿No deberías estar ayudando en el patio comunitario?

Sebastien apretó los labios con disimulo, reprimiendo una dura réplica a duras penas.

―Tenía algo que terminar antes… ―susurró al cabo de un par de segundos, tratando de deshacer sin éxito el nudo de tensión en su pecho cuando notó la mirada cargada de lástima de Aime clavada en él―. No tardaré.

Aime asintió, aunque Sebastien enseguida detectó que no creía una palabra. En el fondo, tampoco era ninguna estúpida y seguramente habría sumado dos y dos hace tiempo, pero el joven no se atrevía a confirmar sus sospechas en voz alta… Al menos de momento.

―No entiendo por qué haces esto, Ses ―lo reconvino ella entonces, con el mismo tono que se usa para mostrar a un niño que estás decepcionado con él―. No tiene sentido… ¿Por qué?

Sebastien inspiró con hondura. ¿Sería el momento de la verdad? Quizá sí. Por una razón o por otra, quizá por el presentimiento de aquella mañana, el joven sentía que no podía demorarlo más. En el fondo, no quería hacerlo.

―Aime, lo siento ―susurró, con la mayor estoicidad que fue capaz―. Pero los dos sabemos que esto no puede continuar así.

«No soy parte de este mundo», quiso añadir.

Pero se percató de que no era necesario en cuanto la mujer abrió al máximo sus ojos ambarinos en respuesta a su comentario. Por supuesto y como ya sospechaba, ella sabía a qué se refería.

―Entonces… ¿te vas a ir? ―susurró, al parecer atónita a más no poder.

Sebastien suspiró, no sin cierta derrota. Así que llegó el momento de la verdad...

―Sí, Aime. La máquina está lista.

Era cierto, acababa de ajustar el último tornillo y su presentimiento al despertar se había cumplido: estaba preparada. Él lo estaba. Sin embargo, Aime seguía sin poder concebirlo, desde su posición. Y, aunque una parte del joven ingeniero pudiese atisbar el por qué, fuese el sentimiento mutuo o no, Sebastien había rezado durante meses porque ese momento no fuese tan violento. En honor a la verdad, debió saber que sería así.

―Pero… ¿por qué? ―insistió Aime, de nuevo sin alzar la voz, pero esta vez con el rostro de porcelana algo más desencajado. Parecía… muy nerviosa. Y… ¿era la imaginación de Sebastien, o el finísimo cuerpo de su mujer, fruto de la dieta de la comunidad a base de productos nutritivos de síntesis, estaba temblando? ―. Tienes una vida aquí, Ses… No sé qué es lo que quieres buscar… ―Aime hizo un gesto de algo que parecía repugnancia y que dolió a Sebastien más de lo que quería admitir―.... en ese pasado tuyo.

El ingeniero se incorporó del todo y la encaró, el rostro volviéndose inexpresivo casi sin esfuerzo.

―No es “mi pasado”, Aime. Sabes que, en realidad, es mi presente. Y quiero poder tener un futuro. Algo de verdad. No… Esto.

Señaló a su alrededor con un brazo, al metal inerte que cubría paredes y suelos por doquier. Al menos cuando podía encender el mecanismo de realidad virtual que había desarrollado hacía casi cuatro años, el hombre podía evadirse de la cruda verdad que lo rodeaba. Un futuro al que nunca quiso llegar, pero en el que un maldito accidente de criogenización lo obligó a aterrizar.

Aquella primavera de mil novecientos ochenta, Sebastien estaba a punto de dar el salto a la fama por un descubrimiento sin precedentes en la tecnología de preservación de tejidos en el prestigioso Centro de Nuevas Investigaciones de las Ardenas, al noreste de Francia. Pero, por desgracia y un maldito error de cálculo imperdonable, Sebastien se había convertido en sujeto estrella de su propio experimento… Permaneciendo mil quinientos años en letargo hasta que alguien descubrió su cápsula y decidió devolverlo a la vida consciente. Ahí, el joven Sebastien Dupond descubrió una terrible realidad que nadie de su tiempo anticipaba: la decadencia de la Tierra, hasta convertirse en un planeta inhabitable; en el cual, la única solución para los que no deseaban emigrar a otros planetas ya terraformados, aunque aún a medio explorar del Sistema Solar había sido enterrarse bajo el suelo de aquel que los vi nacer.

Así, la corteza terrestre se había poblado en pocas décadas de túneles y asentamientos prefabricados, sin más luz que la que generaban las tecnologías subterráneas de última generación y sometidos a una dieta de subsistencia que había surgido en laboratorios de todo el mundo poco antes del Gran Desastre Climático; una nutrición que, para bien o para mal, se había terminado asumiendo como la única posibilidad de subsistir. Pero Sebastien no podía conformarse con eso. Ni siquiera con la tecnología anti-edad que permitía vivir más años. De hecho, si fuera por él, no se quedaría a respirar en aquel mundo un minuto más de lo necesario.

―Aquí tienes un futuro ―lo rebatió Aime de todas formas, muy seria. En ese instante, el hombre casi dio un respingo en el sitio cuando vio que la mujer se echaba una mano temblorosa a la zona del vientre; sabiendo lo que significaba la silenciosa noticia, pero menos preparado que nunca para ello―. ¿Por qué no tener un futuro conmigo? Con… ¿nosotros…?

Sebastien resopló para sí, sintiendo por milésima vez en aquellos años cómo su voluntad pretendía flaquear ante las emociones más básicas del ser humano. Sin embargo, hacía mucho que era consciente de la dura verdad: no podía considerarse un ser humano viviendo en aquella situación. Su conciencia no se lo permitía.

― ¿Un futuro bajo tierra, Aime? ―preguntó entonces. No había acritud en su voz, pero la mujer pareció acusar el golpe porque apartó la vista unos milímetros―. Lo siento, pero no puedo concebir mi existencia en un lugar así. No cuando todo está previsto de antemano, mi comida está medida por mis necesidades nutricionales y hasta un programa de aptitud genética decide con quién tengo que procrear.

El rostro de Aime se contorsionó apenas al escucharlo, dando paso enseguida a la rabia de siempre que discutían.

―Eres un ingrato, Sebastien ―le espetó―. No te mereces nada de lo que tienes.

El ingeniero sacudió la cabeza. Quizá era cierto, pero tampoco quería nada de lo que aquella sociedad le podía ofrecer. De ahí que hubiese decidido fabricar una máquina del tiempo con aquellos diseños antiguos. De ahí que, noche tras noche, rezase porque el experimento funcionase. Y, si no se equivocaba, era el momento de ponerlo a prueba. Despacio, Sebastien Dupond se dio la vuelta y encaró el enorme aparato.

«Ahora o nunca», rezó.

― ¿Ses? ―lo llamó Aime a su espalda, el timbre de voz rozando la angustia. Aunque él sabía que, desde hacía mucho tiempo, hasta las emociones se controlaban con implantes, no por ello dejó de sentir una diminuta punzada de remordimiento en el corazón―. ¿Qué haces?

Sin hacer caso de su súplica, Sebastien se encaramó a la máquina y se sentó frente a los brillantes mandos metálicos. La luz seguía cayendo sobre ellos desde los focos del techo. Y, aunque fuera la misma que durante su ilusión anterior de rayos solares, ahora aquellos haces blancos se veían insulsos. Anodinos y fríos.

―Lo siento, Aime ―se disculpó―. Pero prefiero volver a un mundo de incertidumbre que seguir en un universo artificial donde todo está decidido de antemano. Espero que lo entiendas.

La mujer alargó una mano temblorosa hacia él, sin moverse de la puerta, como si así lo pudiese retener. Y Sebastien, procurando no pensar en lo único que dejaba atrás que podía merecer la pena, accionó la palanca de activación de la máquina del tiempo que lo devolvería a su época… A su mundo y a ese futuro que nunca pudo vivir. Porque, como le había dicho a Aime:

«Prefiero un futuro incierto donde no sé qué ocurrirá, antes de uno donde sé de antemano lo que va a ocurrir».

Porque, si sabes lo que te va a suceder casi con total certeza durante toda tu existencia... ¿Qué sentido tiene vivir, en realidad?

 

Relato original candidato a la Antología “Visiones 2021” de la AEFCFT

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