martes, 11 de enero de 2022

Socorro González- Sepúlveda Romeral: La escuela

 



          Mañana de invierno. Me cubro con una bufanda. Tengo la vista cansada y setenta años…

Estoy en la escuela. Un edificio de ladrillo, de una sola planta con grandes ventanales pintados de verde, dividido en dos por un tabique: «Escuela para niños, escuela para niñas». El suelo es de cemento, los pupitres muy viejos manchados de tinta. Los cristales están empañados. Hace frio. A pesar del sol que entra por las ventanas. A pesar de la estufa de carbón que, por turnos, encendemos cada día. A pesar de que me abrigo con un jersey grueso de lana, hecho a mano por una de mis tías, calcetines largos, que no paro de estirar hacia arriba, y una especie de mitones para proteger mis manos regordetas y llenas de sabañones.

      Hemos entrado todas en tropel y, sin quitarnos la bufanda, después de saludar a la maestra y antes de sentarnos en nuestros pupitres, cantamos un himno, que habla de patrias y banderas, desafinando mucho. Luego, nos santiguamos y, nos preparamos para decir la lección, que hemos aprendido de memoria.  La recitamos con soniquete aburrido. La maestra, mientras tanto, zurce calcetines. En mitad de la mañana, llega el momento deseado por todas: aparece don Francisco, el maestro, a relevar a doña Valentina, su mujer, trayendo consigo a todos los niños que se acomodan en los últimos bancos. La necesidad ha convertido a nuestra escuela en mixta. Las niñas disfrutamos de la compañía de los niños y, nos gusta don Francisco porque explica la Historia como si fuera un cuento.

      Hoy nos manda coger el libro de lecturas. ¡Atentos!, dice don Francisco, ¡Mirad qué bonitos son estos versos! Escritos en el siglo XVII. Cuando consigue atraer nuestra atención comienza a recitar en voz alta y con entusiasmo fragmentos de La Gatomaquia:

Estaba, sobre un alto caballete

de un tejado, sentada

la bella Zapaquilda al fresco viento,

lamiéndose la cola y el copete,

tan fruncida y mirlada

como si fuera gata de convento.

 

No se oye una mosca. Todos escuchamos con ojos asombrados recitar al maestro; seducidos por las palabras sonoras y el ritmo de los versos.

Hoy lo mismo que ayer, después de muchos años, con el mismo entusiasmo, recito los versos de Lope de Vega.

 

© Socorro González-Sepúlveda

                             

                                                              

  

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