«Faltan pocos días para el otoño. Voy a disfrutar lo que
queda del verano. Lo disfrutaré con urgencia porque se va y no puedo retenerlo,
no está en mi mano. El “veranillo de San Martín” es una tregua. Después el
otoño y el invierno de la vida, pero antes voy a calentarme con el último sol. Voy
a exponerme a sus rayos sin reserva. Quiero amar hasta el límite y ser amada de
la misma forma. Luego, dejaré que caigan
las hojas amarillas de mi árbol mansamente y, cuando el invierno llegue,
recordaré el árbol verde y florido de los últimos días del verano».
Así hablaba ella, en sentido figurado, con su amiga en el
verano del noventa y seis. Y, como lo que se desea y se espera acaba por
llegar, la pasión se presentó en forma de estudiante. Tímido, enamoradizo y
corto de vista. Amigo de sus hijos, mucho más joven que ella que frecuentaba la
casa durante el curso académico, porque en el piso que compartía no tenían
calefacción. Ella estaba en su mejor momento anímico. Había dejado atrás los
complejos de juventud y empezado a potenciar sus posibilidades, que eran
muchas. Iba al cine y al teatro, leía mucho, compartía con amigos ratos de
ocio, seguía una dieta e iba a un gimnasio.
El día que Amador, así se llamaba el estudiante, la miró
con sus ojos miopes queriendo ver más allá de la ropa que llevaba puesta, ella
se ruborizó como una colegiala y pensó que había llegado la gran pasión con la
que había soñado todo el tiempo, la imaginación hizo el resto. Se entregó a
ella con todas sus fuerzas, como solo se puede hacer una sola vez, y sin
acordarse de la edad.
─Mamá, eres patética ─le decían.
─Soy una mujer enamorada ─ les respondía.
Avergonzados, sus hijos, se fueron de casa. El puesto
vacío lo ocupó su amante.
─Quiero estar contigo las veinticuatro horas del día ─le
dijo y, se mudó a su piso con todos sus libros. No tenía nada más.
Y pasó lo que quedaba del verano… Vivieron una pasión
efímera pero intensa, que la alejó de sus parientes y amigos y la dejó sin un
céntimo. Él suspendió todas las asignaturas y adelgazó quince quilos. Un día se
marchó de casa sin despedirse y no regresó. Ella comprendió que comenzaban a
caer las hojas del árbol, que había llegado el otoño y quiso prepararse para el
largo invierno, pero no sabía cómo hacerlo. No podía vivir de los recuerdos,
que la atormentaban, estaban muy cercanos y vivos aún. Cayó en una depresión e intentó suicidarse,
pero tenía demasiado apego a la vida.
Tiene una fotografía de Amador en el comedor a la que pone
flores, pero cada día coquetea un rato con el camarero de la cafetería. Estudia
y trabaja, es un chico muy listo, le cuenta a su amiga. Y, piensa para sí: «Aún
queda un resto de verano».
© Socorro González-Sepúlveda Romeral
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