sábado, 13 de agosto de 2022

Malena Teigeiro: Cotilleos en Carnaval

 



Lo cierto era que su familia estaba en la más absoluta ruina. Que si en la ciudad se conocía el estado de sus finanzas, dejarían de tener la importancia que les correspondía. Y esto, entre otras muchas cosas, conllevaba que no volverían a ser los invitados de honor de ninguna fiesta. Algo que para algunos no tendría demasiada importancia, para la familia de Ernesto era primordial. ¿Con quién si no se podrían casar convenientemente a las que nacían mujeres?

Y sin encontrar solución a aquellos negros pensamientos, Ernesto permanecía tumbado entre los doseles de su cama el día que se celebraba el baile de carnaval. Echó un vistazo al reloj de oro, al que cada vez le quedaba menos tiempo para pasar a manos del usurero, y se levantó. Comenzó a ponerse el traje de caballero de la corte de Luis XIV. Por lo menos aquel baile le daba la oportunidad de afanar algunos billetes en los bolsos y carteras de las descuidadas damas, pensó. De pronto se le ocurrió una idea y cambió su disfraz de caballero por el de dama del mismo Rey. Divertida por la ocurrencia, su hermana Micaela lo maquilló y le colocó una alta y blanca peluca. Luego de pintarle un negro y redondo lunar cerca de la boca, los hermanos se fueron al baile.

Al entrar en el ya atiborrado salón, Ernesto buscó a Dorita, su fea, millonaria y adorada Dorita, a quien cortejaba como solución a sus problemas. Ella estaba sentada al lado de Jaime al que contemplaba con ojos de embobada cordera. A Ernesto le molestó la presencia de aquel apuesto joven, y todavía más le enrabietaba la estúpida y almibarada expresión de la que ya consideraba como su Dorita. Al girar la cabeza divisó a doña Dora, que, no lejos de su niña, permanecía sentada al lado de su entrañable amiga doña Angustias, mujer soltera y conocedora de cualquier hecho de la ciudad. Ernesto, después de pensar un momento, le pidió a Micaela que se acercara a la madre de su futura economía y la entretuviera, a lo que ella se prestó rauda

Y mientras Micaela charlaba con la madre de su futuro, él, como si fuera la más entrañable de sus amigas, se sentó al lado de doña Angustias. Acercándose mucho a ella, componiendo su voz en un compungido disgusto de dama de la alta sociedad, murmuró que Dora debía de tener cuidado ese tal Jaime a quien Dorita contemplaba en ese instante tan embobada. Levantó las decoradas cejas y frunció los maquillados labios. Percibiendo la expectación de la mujer, continuó. El pollo andaba por ahí vanagloriándose de que en cuanto tuviera a sus pies a la inocente niña, la dejaría plantada. ¡Ya ves las artes del caballerete! Ernesto contempló a doña Angustias con una cínica sonrisa y ella, que no acababa de saber a quién pertenecía la voz de la mujer que le contaba tan interesantes cuitas, asintió atribulada. Y para más INRI, la ahora sibilante y atiplada voz de Ernesto se acercó a la oreja de la dama, Jaime también decía que, a su juicio, además de fea era bastante tonta. Se detuvo un instante y levantó el dedo. Pero eso no era todo, también afirma que, en el caso de llegar a contraer matrimonio con Dorita, sería porque le habían dado una dote que le compensara el sacrificio.

Doña Angustias, con la vista fija en la inmensa araña de cristal que cubría gran parte del techo de la sala de baile, se abanicaba con nerviosismo. A ella tampoco le gustaba el joven, musitó dándose golpes en el pecho con el abanico a riesgo de romperlo. Entrecerró los ojos y después de un profundo y quejoso suspiro, la mujer prosiguió. Estos de arribada que últimamente pululan alrededor de las jóvenes de la ciudad, a su juicio, no eran de fiar. Y que no creyera, que ella ya había avisado a su querida Dora de los pormenores y andanzas de aquel atildado Jaime. Y encogió su opulento pecho en un profundo y largo lamento.

Al mismo tiempo que Ernesto le hablaba a la dama de todos aquellos males, sus dedos de jugador de cartas trajinaban las carteras de las señoras. Sorprendido vio que la de doña Dora, como la de cualquier nueva rica, estaba llena de billetes. Bendito dinero que le iba a dar la posibilidad de invitar a Dorita.

A partir de entonces, Ernesto se dedicó, con una sonrisa a veces, otras con despreciativas miradas, a encelar a la tímida niña. Al mismo tiempo, con el dinero que poco a poco iba afanando del bolso de la madre de su amada, Ernesto, con una esplendidez que rayaba el despilfarro, invitaba tanto a la madre como a la hija.

Rápidamente, toda la ciudad percibió que la relación de Dorita y Ernesto iba progresando ante la complacencia de doña Dora. Pero su esposo, el pujante constructor don Eustaquio, nunca se fio demasiado del joven. Al parecer, el hombre intentaba convencer a su hija para que finalizara tal relación. Búscate a otro que se sepa ganar la vida, decían que le gritaba con acritud.

Y cuentan que en una de aquellas discusiones entre padre e hija, la pequeña Dorita, tuvo un momento de lucidez. Llevando a su padre de la mano, lo colocó delante de un espejo.

––Mírame, padre. Pero hazlo de la misma manera que lo haría cualquier hombre que se cruzara conmigo por la calle ––colocó las manos en sus ruborosas mejillas––. ¡Si no fuera por mi dinero, que otro de su posición iba a cargar conmigo!

No había terminado el invierno cuando en una hermosa ceremonia en la iglesia principal de la antigua y noble ciudad, Dorita y Ernesto se disponían a jurarse amor eterno cuando, él, hombre serio y cabal con sus obligaciones, se detuvo. La miró como se mira un carísimo objeto y se juró a sí mismo que la llenaría de hijos, que le reiría sus tontas gracias, y que jamás se olvidaría de hacerle un buen regalo en su cumpleaños y Navidad. ¡Vamos! Que la haría feliz. Y después de su íntimo juramento, entornando los párpados, pronunció un trémulo Si quiero. Luego, y con aparente emoción, el elegante joven paseó lascivo su mirada por el cuerpo de la que ya era su esposa. Como alcancía de monedas y vientre para alojar al descendiente de su estirpe, no estaba tan mal, decidió. Su vida íntima, ya vería él cómo la arreglaba. Y recordando la alegre noche que había pasado con Martita Hontanares, inclinó la cabeza, y besó a Dorita con aparente emoción.

© Malena Teigeiro



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