martes, 28 de febrero de 2023

Cristina Vázquez: Una chica inocente

 


Siempre fue una mujer dócil. Las circunstancias y su educación fomentaban esta actitud tan cómoda para los demás y tranquilizadora para ella. No necesitaba tomar decisiones. Ya las tomaban otros.

Creció Adele en medio de riqueza, buena educación y cierto aburrimiento consentido. Aunque pocas veces declarado en voz alta, el lema familiar impuesto a rajatabla era: Hacer lo que había que hacer en el lugar apropiado y con las personas convenientes.

Ernest, el padre de la chica, llevaba con precisión minuciosa el cumplimiento de las obligaciones sociales según la temporada. Ópera, balneario, deportes de invierno, un viaje preceptivo al extranjero al lugar de moda… El buen señor había trabajado duro para amasar una importante fortuna en la minería. Y Adele igual que un cervatillo sorprendido y amable, era llevada de aquí para allá en miras a realizar un buen matrimonio. Ella sonreía mientras sus ojos se quedaban prendidos del interlocutor de turno como si le interesara lo que le estaba diciendo, o como si guardara un secreto en exclusiva para serle desvelado solo a él. Esto le dio fama de mujer atenta y probablemente inteligente.

Con una educación exquisita, vestida a la moda sin estridencias, su padre la paseaba con devoción hasta que finalmente apareció un partido adecuado, que con más don que din, confesaba Ernest en la intimidad, resultó el elegido. Adele sonreía pues el novio era amable y de ideas conservadoras expresadas sin exageración. Título de conde desde hacía varias generaciones y un castillo casi en ruinas que el padre ya soñaba en reconstruir. Montaba muy bien a caballo y su fama de buen cazador le precedía. Perfecto. Era el marido perfecto, remachaba el hombre frotándose las manos. ¿Verdad Dedé?, pues él siempre la llamó así: Mi querida Dedé.

Al convenirse la boda, el amable progenitor quiso sorprender al futuro marido con un retrato de la novia hecho por el pintor de moda. Un sujeto un poco atrabiliario, exclamaba en la tertulia del café, pero ya se sabía cómo eran los artistas. Aunque había pintado a gente importante y se hablara de él con admiración, para su gusto el tal Gustav Klimt resultaba demasiado moderno y extravagante, peroraba el buen hombre en esa Viena adormecida antes del terrible cataclismo que se avecinaba.

Al llegar Adele a su estudio desordenado, casi caótico, en el que escuchó unas risas femeninas antes de cerrar la puerta, se quedó sorprendida y asustada. El pintor, un hombre voluminoso pero ágil, fumaba un puro y llevaba una especie de bata o ropón como única vestimenta. Exigió que se marchara la acompañante de la joven pues tenía que estar solo para poder crear. La sentó en un taburete y empezó a dar vueltas a su alrededor, moviéndole un brazo, elevando la barbilla, hasta le colocó el pelo de distinta manera. Ella se sintió por primera vez en su vida percibida como un ser único, alguien irrepetible, con unas dimensiones físicas que no estaban siendo juzgadas sino apreciadas por ser exclusivas

—Eres muy hermosa —oyó aturdida al artista que se acercó hasta rozarla.

Olía diferente a todos los olores masculinos que había olfateado hasta entonces. Una mezcla de pintura, tabaco, animal ¿cuál? No conseguía descifrarlo, a algo cerrado, a resina a… Daba vueltas a estas definiciones para contener la turbación que sentía por la proximidad de ese hombre que la paralizaba.

—¿Puedo coger mi abanico? —preguntó en un susurro.

Él le levanto la cara para mirarla con una intensidad que la hizo parpadear y hasta llenarle los ojos de una acuosa emoción.

—Por supuesto. Este mes está siendo muy caluroso.

Volvió al taburete y se empezó a abanicar con rapidez primero, luego con morosa lentitud.

—Perfecta, así estás maravillosa. Única —y la abrazó con tal intensidad que notó todas y cada una de las partes del cuerpo del pintor.

Cuando el cuadro estuvo terminado fueron el padre y el futuro marido a verlo. El mayor torció el gesto. Le parecía exagerado, pero el conde señaló todas las características de pincelada y osadía que se comentaban del pintor en los salones.

Ya a solas con su querida Dedé, Ernest refunfuñaba en el coche que no le convencía, no le había sacado un auténtico parecido. Ella le escuchaba con esa atención de la que tenía fama. Es que había algo en su mirada muy diferente, se quejaba el padre, algo desconocido y muy poco, levantó un dedo frente a la cara de su hija, muy poco conveniente. Bajó la voz y en un susurro casi para sus adentros, yo diría que desvergonzado. Dedé pasó la mano bajo el brazo de su progenitor y en un tono lleno de inocencia le murmuró que a lo mejor ella era así y él no se había dado cuenta.

 

 

© Cristina Vázquez

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