Os voy a contar la historia de mi vida o la de alguien cercano. A lo mejor es la de uno que va por la acera de enfrente, o la de aquel que se cruzó hace mucho tiempo en mi camino. Lo mismo es una sarta de mentiras, pero qué más da. Si ni siquiera estoy seguro de cuando nací. Quizás fuera mucho antes de que Ulises zarpara en su largo viaje rumbo a Troya.
Aquí estoy metido en una
habitación con un gran ventanal, mi único vínculo con el exterior, añorando mis
largos paseos por el campo, por el pueblo, las conversaciones eternas con mis
amigos. Y veo pasar la vida. Me gustaría salir al mundo para sentirme vivo.
Menos mal que una bata blanca que dice llamarse Susana ayer me enseñó cómo
grabar en el móvil.
La cabeza, en ocasiones, está
en mi contra, pero la lengua está vigente. No paro de hablar y ella me escucha
con atención cuando le cuento que aún me gusta pegar la nariz a los escaparates
llenos de esos juguetes que nunca tuve en mi niñez por falta de recursos.
Hoy amanecí con el corazón
lluvioso como si fuera noviembre y me acordé que puedo hacer que mis historias
queden para la eternidad. Lo primero que hice fue presentarme, apagar y
escuchar. No reconocí mi bonita voz, hecha para recitar, la he oído rasposa,
como si fuera otro el que estuviera hablando. Apagué la grabación. Mejor un
interlocutor de carne y hueso.
Busqué otro entretenimiento,
así que me apoyé en el alfeizar con mi cámara de fotos, creo que fui fotógrafo
de profesión y que me encantaba el otoño. Al poco rato vi a una mujer de
espaldas sacando dinero de un cajero automático, acto seguido un chico joven
con los pantalones caídos ‒no sé cómo podía caminar, si le veía la grieta donde
la espalda pierde su honesto nombre‒ con un rápido movimiento le dio un empujón
y le quitó los billetes. Antes de echar a correr la amenazó apuntándole con el índice.
Lo que son mis pies van
despacito, pero mis dedos son ágiles y pudieron sacar una sucesión de fotos
como si fueran ráfagas de viento.
Mi nieto viene todas las
tardes, a la salida de su trabajo, nunca me ha dicho que me quiere, me lo
demuestra y con eso me conformo. Como es espabilado cuando le enseñé las fotos
en un santiamén las llevó a la policía y lograron atrapar al ladronzuelo.
Dos agentes vinieron a
felicitarme y les he prometido que estaré atento a todo lo que vea a través de
mi ventana.
Ya tengo trabajo.
© Marieta Alonso Más
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