«Orquestar el futuro es un esfuerzo fútil, es
como querer embotellar el mar». Esas fueran las últimas palabras que escribió
en aquella carta que tanto esfuerzo, sudor y lágrimas le había costado
terminar. Esas frases suponían darle fin a la que había sido su historia de
amor más profunda y, sin lugar a dudas, la más dolorosa. Con manos temblorosas
cerró el sobre y lo dejó sobre la cama en la que no volvería a dormir jamás.
Tomó su maleta y se marchó para siempre. De aquel cuarto, de aquella ciudad y,
sobre todo, de aquella relación que se había llevado lo mejor de ella.
Ya en la calle caminó con paso decidido a la
estación de autobús sin mirar atrás. Se habían roto demasiadas promesas. En
ocasiones, sin querer, la mayor parte, sin ningún tipo de remordimiento por la
otra parte. Ella perdonaba una y otra vez y él volvía a hacer juramentos
vacuos. Aseguraba tenerlo todo controlado, todo medido hasta en el más
mínimo detalle. Las cosas cambiarían para bien. Estaba todo controlado. Si lo
pensaba con distancia, había creído en fantasías únicamente para permanecer a
su lado.
De aquellos cinco años que compartieron ella
había aprendido dos lecciones: la primera que debía abrazar el caos y no
planificar nada, que es lo único en lo que él parecía poder pensar. La, segunda,
que era imprescindible quererse por encima de todo y todos. Respetarse,
perdonarse por sus errores y ser capaz de ser tan indulgente con ella misma
como lo era con otras personas.
Se despedía de aquel escenario tóxico y
asfixiante con la cabeza alta, sin pena en el corazón, porque se lo había
explicado de todas las maneras posibles y él parecía no escuchar. Pretendía
seguir como siempre y aquello era imposible. Lo único que es constante es el
cambio y ella decidía cambiar para conseguir el fin más importante: ser feliz.
© MJ Pérez
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