viernes, 19 de mayo de 2023

Liliana Delucchi: Alicia

 


Era una tradición. Cada dos de noviembre íbamos al cementerio. Con un ramo de crisantemos, mi marido y yo visitábamos a quienes ya no recibían visitas. Tumbas arañadas por el tiempo, donde casi no se leía el nombre de quien allí descansaba y que desde hacía mucho no escuchaban los rezos de algún familiar o amigo.

Años atrás habíamos cambiado de país y nuestros antepasados quedaron en un camposanto allende los mares, sin nadie que les llevara flores ese día. Esa orfandad fue la que nos hizo tomar la decisión de rendir homenaje en nuestra nueva patria a aquellos sepulcros abandonados que seguramente escondían sus historias. Nadie desatiende una sepultura porque sí. No nos importaba el motivo, ni quisimos investigarlos, simplemente acompañar durante un rato a quien reposaba en soledad.

Caminábamos en silencio y cada uno elegía al destinatario de sus flores y sus plegarias. Todos los años una tumba diferente, hasta que un día descubrí una que me atrajo como si de ella emanara una fuerza especial.

La mañana era gris y una niebla densa caía sobre los cipreses. En una lápida de mármol que alguna vez fue blanco, leí:

Alicia Guiraldes Fonseca
12 de enero 1919-17 de junio 1925

Pobrecilla, pensé, solo tenía seis años. Dejé mi ramo y me senté en el suelo. Con el dedo índice acaricié las letras de su nombre y fue entonces cuando me pareció escuchar una voz infantil que me pedía que le contara un cuento. Un frío helador me recorrió la espalda mientras me ponía de pie con la promesa de volver.

El lunes siguiente fui a una librería. A través del cristal del escaparate, la luz de la mañana iluminaba un estante donde pude ver varias ediciones de Alicia en el País de las Maravillas. Tu nombre, pequeña, es probable que lo conocieras, ya que Lewis Carroll lo publicó en noviembre de 1865. Compré un ejemplar y volví al cementerio.

Sentada sobre la tumba, con voz baja, casi entre susurros, empecé a leer. Mi marido arqueó las cejas cuando, de regreso a casa, le dije que mientras me perdía en las aventuras de aquella niña del relato, vi un conejo blanco con chaleco pasar corriendo hasta desaparecer dentro del agujero de un árbol.

Todas las semanas acudía a mi cita con Alicia; unos libros sucedieron a otros y hasta llegué a inventar historias, también a contarle lo que ocurría en el mundo y en mi vida.

Mi marido, mis hijos y más tarde mis nietos me acompañaron en alguna ocasión, siempre manteniendo la distancia, algo que agradecí por ese respeto que tenían a mi relación con aquella chiquilla fallecida tantos años atrás.

Mi familia acaba de irse. También la enfermera. Estoy a solas con las flores que me han traído y los monitores que tengo a derecha e izquierda. Cierro los ojos y veo el discurrir de mi vida en imágenes. ¡Queridos todos! Al abrirlos descubro a una nena sentada a mi lado. Lleva un vestido blanco con lazos rosas, los mismos que le adornan sus bucles rubios. Levanta un pie para mostrar sus botines y preguntarme si me gustan. Sonrío, entonces ella abre el libro que lleva sobre la falda y con su dulce voz empieza a leer:

«Alicia empezaba a cansarse de estar allí sentada con su hermana a orillas del río sin tener nada que hacer. De vez en cuando se asomaba al libro que estaba leyendo su hermana, pero era un libro sin ilustraciones ni diálogos…»

© Liliana Delucchi

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