Llegó
una mañana de sol sereno y radiante. Era domingo y el viento mecía los árboles
con lentitud, como si quisiera acariciarlos y no se atreviera por pura timidez.
El jardín, sembrado de veredas, se abría cuajado de flores, árboles y plantas,
y algún estanque plantado aquí y allá. Era como un puñado de vida dentro de la
vida.
Aquella mujer pequeña
y frágil, un mapa de sencillez en el rostro, fue recibida con sonrisas por la
encargada y mano derecha del director, la señorita Encarnita Miralles, tan
pulcra y remilgada como siempre, quien amablemente la acompañó, le mostró todas
las dependencias y finalmente le asignó la habitación 33, situada en el tercer
piso de la residencia. La habitación 33, confortable y acogedora, tenía vistas
al jardín, una preciosa extensión que ocupaba toda la manzana, con deliciosas
rotondas dispersas y bancos alrededor, donde los internos se reunían, paseaban,
charlaban y recibían a sus visitas. Era un lugar tranquilo, un trozo de paz extraído
a la ciudad.
En
cuanto la señorita Miralles —mirada seria y ternura oculta— terminó de
mostrarle las dependencias de lo que sería su futuro hogar, le dio las
explicaciones pertinentes y la dejó sola en la habitación 33, Aurora retiró la
maleta, tomó asiento en la cama y sonrió tragándose un pequeño suspiro de
complacencia. El primer pensamiento fue para su hija y le agradeció muy en el
fondo todo lo que hacía por ella. Aquí estaré bien, se dijo a sí misma y le
dijo a su niña en un murmullo. Su pequeña, su adorada pequeña, se encontraba muy
lejos, demasiado lejos, ayudando a los desfavorecidos allá en tierras africanas.
La verdad es que llevaba mucho tiempo fuera, demasiado pensó Aurora, pero era
comprensible, debía hacer su vida, todos los hijos se desgajan, se alejan, vuelan
solos, y las madres se quedan con las manos vacías y unas ansias rotas por
dentro que nadie acaba de comprender pero que comen y devoran sin piedad. Y
había que acallar esas ansias porque no tenía más remedio. Un adiós que dolía
demasiado. Pero su querida Aurora, Aurorita, sería feliz, y eso era lo que
realmente importaba.
El
sol se derramaba terso por las cornisas de la residencia.
La
habitación no era excesivamente amplia —cama, mesilla, armario, escritorio y
silla, además de un pequeño baño— pero sí acogedora y el sol la transformaba en
caricia. Abrió la maleta, colocó sus prendas en los cajones, las baldas y las
perchas, se pintó los labios con un carmín rosa suave y se dispuso a dar un
paseo por el jardín. ¡Qué preciosidad de lugar todo disfrazado de verde! La tarde
la reclamaba a gritos y no podía dejar de acudir a su llamada. La carta a su
hija quedaría pospuesta para la mañana siguiente.
Despertó
al abrigo de una luz tranquila que le hacía cosquillas en los brazos. Tras el desayuno
en el comedor general situado en la primera planta, tomó asiento ante el pequeño
escritorio de su habitación y comenzó a escribir. Fue a media mañana cuando apareció
Charo, la enfermera encargada general, tan sencilla y tan discreta.
Charo
era joven, poco más de la treintena, rubia, guapa y recia, de mediana estatura,
el pelo lleno de ricitos diminutos, la voz suave, el alma cantarina, con el
candor paseando por sus ojos claros y la fuerza de las tormentas escondida en
sus brazos. Charo guardaba un no sé qué inexplicable en su interior que la
hacía especial. Dio la bienvenida a Aurora a su nuevo hogar, como solía hacer
con todos los internos el día de su llegada, hablaron unos minutos y le indicó
que allí estaba ella por si la necesitaba para lo que deseara, no importaba lo
que fuera, y Aurora escuchó sus palabras con deleite, sonrió y continuó
escribiendo y escribiendo una larga carta que le ocupó la mañana entera y los
días siguientes.
La
luz reventaba a su alrededor.
Le
gustaba el lugar, le gustaba la zona, le gustaban las dependencias y le gustaba
su habitación. Le parecía estar rodeada de nubes por todas partes, como un colchón
blandito de felicidad. Lo que menos importancia tenía para ella eran sus
compañeros de residencia, a los que empezó a conocer a lo largo de los días y a
los que saludaba amablemente, pero con quienes no intimaría, estaba segura, dado
su carácter retraído y su amor a la soledad. Prefería permanecer en su
habitación o en el jardín, rodeada de sueños.
Una semana más tarde,
con la luz siempre de amiga inseparable y el corazón encerrado en un puño de
alegría, Aurora habló con Charo, la enfermera encargada de su planta, para entregarle
un sobre y pedirle que echara al buzón una carta para su hija.
— Se llama Aurora,
como yo. Está en África ¿sabes? —Añadió con la carta en la mano—. Ayuda a los
más desfavorecidos. ¿No te parece una labor maravillosa?
Charo miró a Aurora
con cierta extrañeza, pero recogió el sobre que le tendía sin decir una palabra.
Una sombra oscura se paseó entre los dos cuerpos. Tal vez hubiera entendido mal
al leer la ficha de aquella señora tan amable cuyos ojos oscuros parecían
charcos de bondad, quizás se hubiera equivocado, tenía tanto trabajo y tantas
cosas que atender que lo más probable es que se hubiera confundido. Miró el sobre
y quedó aún más sorprendida. Un cuajarón de tinieblas paseó por su piel.
— Pero Aurora —arguyó
Charo—, aquí has escrito el nombre de tu hija, Aurora Peláez Robledo, y África,
pero nada más: no hay dirección. ¿Cómo va a llegar sin dirección?
Aurora sonrió al aire.
— Oh, cariño, no te
preocupes por eso porque siempre llega —respondió con una sonrisa—, mis
cartas siempre llegan a su destino.
Y sin prestar más
atención, se dispuso a pintarse los labios para salir al jardín.
Charo quedó petrificada.
No comprendía una palabra de lo que estaba sucediendo con aquella mujer dulce, pero
prefirió callar y guardó el sobre en un bolsillo de su bata blanca. Ya
investigaría a mediodía, al término de su jornada laboral, que fue lo que finalmente
hizo con ayuda de Clara, la secretaria del centro, tan amable y complaciente
como siempre. A instancias de Charo, Clara entró en el ordenador general de la
residencia. Existía una ficha completa para cada interno y buscó.
Aurora Robledo Vega… 86 años… fecha de ingreso… natural
de… provincia de… soltera… sin hijos… sin parientes vivos…
Charo introdujo su
mano derecha en el bolsillo y palpó, más bien acarició, la carta que le había
entregado Aurora esa misma mañana. Soltera… sin hijos… sin parientes vivos… Miles
de campanillas tintinearon a su alrededor y entornó los ojos que se
transformaron en rendijitas. ¿Quién era pues la persona a la que iba dirigida
esa carta sin dirección? ¿A quién pertenecía el nombre escrito en el sobre?
¿Quiénes eran en realidad Aurora Robledo Vega, y su supuesta hija, Aurora
Peláez Robledo? Una sombra de intriga paseó por sus pupilas y fue a posarse en
el alféizar de la ventana, y la sombra jugueteó en sus labios y en su mente
para acabar transformándose en una realidad muy palpable. Charo llevaba muchos
años entre ancianos como para engañarse.
El sol continuaba
horadando la mañana a modo de berbiquí ocasional.
Terminó su jornada
laboral al mediodía y caminó lentamente hacia su casa, situada a unos quince
minutos del edificio donde trabajaba. Durante el recorrido Charo pensó en
Aurora, la nueva interna a su cargo, en su particular disyuntiva, tan igual y
tan distinta a otras; en las cientos de vidas dulces y ajadas que pasaban y
habían pasado por sus manos a lo largo del tiempo; en la vejez que contemplaba
a diario, un ente de ojos oscuros y dientes afilados que segaba vidas con una
facilidad pasmosa; en la luz que dejamos de percibir a medida que nos acercamos
al final, y en tantas y tantas verdades, en ocasiones ignoradas, que la
rodeaban día a día. No se había acostumbrado ni se acostumbraría nunca, pero
así ocurría y ocurriría siempre, y nada podía hacer contra la Madre Naturaleza.
Cuando llegó a su hogar,
la joven abrazó con un cariño especial a sus dos hijos, un niño y una niña de
cinco y tres años respectivamente. Introdujo la carta de Aurora sin abrir en
una carpeta azul y se dispuso a preparar la comida.
Unos días después, con
un sol rabioso trasegando los cielos, Aurora entregó a Charo una nueva carta en
las mismas condiciones que la anterior: sin señas, sin dirección y sin ningún
otro dato más que un nombre y un continente. Y Charo no comentó nada y aceptó
el sobre, que de nuevo fue a parar sin abrir a la carpeta azul, la que había
bautizado como Cartas de Aurora. Y así,
semana tras semana, mes tras mes, la anciana entregaba a Charo un sobre cerrado
en el que probablemente explicaba un amor inventado a una supuesta hija, chorros
y chorros de fantasía por doquier, y Charo imaginaba las caricias que le
enviaría y todo el cariño que aquellas encerrarían, y guardaba las cartas con
un encanto especial, como pequeños tesoros, sin leerlos ni tocarlos, en su
carpeta azul. Una especie de cárcel de amor.
Una mañana de mayo también
rabiosa de soles, tras varios meses de idas y venidas, intercambio de palabras,
miradas y cartas arriba y abajo, lágrimas de felicidad y sonrisas de silencio, Charo
pensó que ya era hora de contestar a tanto amor desperdigado y no correspondido,
al fin y al cabo ¿por qué no?, y decidió responder como buenamente pudiera a aquellas
cartas. Ignoraba si tenía derecho o no, pero consideró que un amor tan voraz,
aunque fuera inventado, merecía una oportunidad. Se encerró en la cocina y
escribió con su letra pequeña párrafos dulces cargados de sentimiento, expresando
un cariño escondido y encerrado que por fin salía a la luz.
La primera vez que Aurora
recibió respuesta de aquella hija que no tenía, no se extrañó, ni siquiera
indagó ni preguntó, sino que creyó morir de alegría ante la llegada de una
carta a su nombre. La anciana empezó a recibir aquellas misivas con un júbilo
extraordinario, y se las leía y enseñaba a su enfermera como si fuera una niña.
Semana tras semana ocurría el milagro y semana tras semana, Aurora era feliz.
La vida de ambas mujeres
se transformó en una eterna sonrisa dando y recibiendo felicidad a partes
iguales.
Transcurrieron dos
años de paz y armonía.
Una mañana de sol
—siempre una mañana de sol—, muchos meses después del ingreso de Aurora en la
residencia, Charo entró como habitualmente hacía en la habitación 33, para
saber cómo se encontraba una de sus internas favoritas, y la encontró dormida
en la cama. El día había amanecido brillante, con el sol acariciando por todos
los rincones, y era preciso aprovecharlo. Se retiró discretamente, volvió un
par de horas después pero Aurora continuaba dormida, algo realmente extraño ya
que solía ser madrugadora. La enfermera se aproximó a su cama, la llamó y no
respondió. Sobre la mesilla reposaba un sobre blanco en el que podía leerse:
Para Aurora Peláez Robledo, África. Fue la última carta destinada a su hija.
Charo contempló con
tristeza el cuerpo sin vida de la pequeña mujer que tenía delante y se le
escapó una lágrima sin sentirlo. Los sueños y la fantasía de aquellos meses se habían
detenido para siempre en aquel instante: Ya no habría más cartas ni más
respuestas, ya no habría más locura ni sueños, ni amores apretados, ni
ilusiones desesperadas, la fantasía quedaría enterrada en aquella habitación
por los siglos de los siglos. Allí permaneció quieta unos minutos como último
homenaje. Eran ancianos, lo comprendía, de breve existencia a partir del
momento que ingresaban allí, estaba claro, pero la historia sin igual de
aquella mujer que tenía delante le había traspasado el alma y carcomido el sentido.
El silencio se hizo
dueño del entorno durante un instante.
Comprendió que tenía
poco tiempo antes de informar del fallecimiento de Aurora y empezó a buscar en
el escritorio, en los cajones, en el armario. No había demasiados sitios donde
ocultar unos cuantos papeles. Tras una breve búsqueda, allí estaban, en una
caja de cartón sobre una de las baldas del armario, cartas, docenas de cartas
atadas con una cinta azul, todas abiertas, todas leídas una y mil veces, supuso
Charo, todas regadas con ese amor de madre oculto y exprimido que embargó a
Aurora los últimos años de su vida. Con las palabras de su presunta hija —con
las palabras de Charo realmente—, Aurora había rellenado durante aquel precioso
tiempo los pozos ilimitados de su propia soledad. Y había sido feliz, muy feliz.
La enfermera recogió
el paquete de cartas atadas con una cinta azul y las introdujo en una bolsa de
basura vacía para poder sacarlas sin sospechas de la habitación 33. Nadie sabía
de su existencia ni tendría por qué saber nada al respecto.
Por la tarde, ya casi
de noche, Charo se abrió paso por la penumbra de la solitaria iglesia de la
residencia donde el cuerpo de Aurora permanecería hasta la mañana siguiente. No
había nadie. Tumbada en el ataúd, la anciana tenía la piel transparente, la
boca fruncida y el signo de la muerte marcado en las mejillas. Charo avanzó con
suavidad por el pasillo. Llevaba en las manos una carpeta azul con la totalidad
de las cartas escritas y recibidas por Aurora, que depositó en el interior de
su ataúd. Para ti para siempre, le dijo, para que sigas siendo feliz leyéndolas
en la eternidad.
Antes de abandonar la
iglesia, regaló a la fallecida un beso y un par de lágrimas. Adiós, Aurora, musitó,
adiós en mi nombre y en nombre de tu hija inexistente. No sabías mi secreto y
no lo sabrás nunca, pero lo importante, lo verdaderamente importante, es que
fuiste feliz. Por eso hay quien dice que la ignorancia hace la felicidad.
A primera hora de la
mañana, en un pequeño cementerio de la ciudad, dos únicas personas asistían al
entierro de Aurora: un sacerdote un poco ajado y una enfermera con rostro de
princesa de cuento. El sacerdote pronunció un breve responso y dos hombres
fuertes descendieron el ataúd a las profundidades de la tierra. Charo, la
enfermera, depositó un ramo de claveles blancos sobre la lápida. La sombra de
una hija, inexistente pero más real que muchas fantasías, se movió entre los árboles
del camposanto y desplegó una grandiosa sonrisa.
Fue una mañana de sol
sereno y radiante.
©Blanca
del Cerro
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