domingo, 29 de octubre de 2023

Cristina Vázquez: La maceta

 



A Elena I. para celebrar con ella el mes de abril


Adela se quedó sorprendida de que aún florecieran esas humildes margaritas cuyo auténtico nombre no conseguía recordar. Los rosales que había plantado ¿treinta y cinco, cuarenta años atrás?, se habían secado la mayoría y los que sobrevivieron adquirían un carácter salvaje, casi amenazador.

Se sentó en el escalón del porche y contempló lo que quedaba de ese jardín, dando la espalda a la casa que encontró, cómo diría, pretenciosa, de mal gusto, descuidada. Todo cabía para calificar lo que habían hecho con ella. Recordaba el mimo con el que había cuidado cada detalle cuando la decoró.

Ella tuvo la voluntad de construir allí un refugio, un lugar de encuentro familiar. Ernesto, su marido, se negó. Era un hombre que negaba mucho, negaba todo por principio, casi como un tic para luego, si salía bien lo propuesto, hacer suya la idea. Al comienzo de su matrimonio Adela se desesperaba, pero luego comprendió que para Ernesto era una manera de sobrevivir, casi de afirmar su existencia.

—Querido ¿a qué me estás diciendo no? —le preguntó una mañana hacía también treinta y muchos o cuarenta y pocos años.

Cuando vio la cara de sorpresa que puso ante su pregunta, comprendió que el “No” suyo no implicaba negación, era una simple respuesta, quizás una manera de oír su voz. Porque Ernesto era poca cosa de aspecto. No era alto, sin llegar a bajito, enjuto de carnes, de ojos soñadores y voz de barítono, bellísima, sorprendente en ese físico que tiraba a enclenque. Y como espíritu, quitando su amor a la poesía y su habilidad en el juego de cartas, tampoco sobresalía gran cosa. Aunque su carácter bondadoso, apacible y romántico hacía muy llevadero el yugo matrimonial. La casita de marras la hizo suya mostrando a quien quisiera verlo la belleza del jardín, las margaritas que había plantado, los rosales trepadores encargados a Inglaterra, las piezas de cerámica antigua…

Sin embargo, Ernesto tenía un pero. Inevitable se decía Adela, todos los hombres tienen uno. El suyo era el peligro de su habilidad con las cartas. Se lo jugaba todo. Esa casa la pudieron comprar después de una buena racha.

Una mañana del mes de abril apareció un señor muy correcto, vestido con traje negro, seguido dos alguaciles en cortejo fúnebre, que le comunicó en un tono procesal.

—Señora, lo siento —bajó la cara y Adela se fijó en lo estrecha que era su frente—. Esta casa está desahuciada.

—No puedes ser. Es un error —clamó ella sosteniéndose en el dintel de la puerta—. Voy a llamar a mi marido.

El hombre de negro, correcto, con una lúgubre a la vez que tierna firmeza, le aseguró que era inútil. Su marido, señora, se halla en busca y captura por deudas de juego. Adela notó un leve apoyo en el codo antes de derrumbarse. Era la mano del hombrecillo que la sostenía, acostumbrado como debía de estar a que las mujeres se le desmoronaran con estas nefastas noticias de las que era portador.

Y así fue. De un golpe sin casa ni marido. Pasaron los años y aquel lugar, enseguida en otras manos, se había transformado en un hotelito de fin de semana para parejas románticas. Gracias a su trabajo como profesora de idiomas que le permitió montar una academia de lenguas, más una escueta herencia que recibió, tuvo el dinero para recomprarla.

Cada año, por su cumpleaños, recibía una planta de margaritas. Siempre con un poema de amor, siempre sin firma. Los primeros años oía lejana la voz de Ernesto recitando la poesía, pero poco a poco la fue olvidando, como fue olvidando su cara, su menguada estatura y sus noes. Al principio de su ausencia cada vez que oía no o alguien le negaba algo, se removía en ella un fuego como una pequeña mordedura de rabia entre la tráquea y el esternón. Pero también olvidó la negación como algo irritante.

En ese momento, sentada en el escalón contemplando lo que había sido el proyecto que se esfumó en una mañana del mes de abril, pensó que en el fondo había sido una mujer afortunada. Luchó por recuperar esa casa y lo había conseguido. Aunque le dolió la desaparición de Ernesto, a la larga se había librado de vivir con un jugador. Pudo ser libre y tener sus amores más o menos largos.

Era la primera visita que realizaba para ver en qué estado se encontraba la casa y acordar el precio. Los dueños, prudentes, al ver la emoción de Adela la habían dejado sola. De repente vio con espanto que una maceta con las inevitables margaritas resaltaba en el alfeizar de una ventana. Un frío le recorrió el espinazo. Preguntó a los dueños quién podía haberla dejado ahí. Ellos negaron con sinceridad que no tenían idea y para sorpresa de ellos les dijo.

—Lo siento, pero no voy a comprar la casa —una mezcla de determinación y prisa envolvía sus palabras.

Ya en el coche intentó recuperar la serenidad a la vez que se alejaba a toda velocidad. Al llegar a la ciudad se fue directa a una agencia de viajes que estaba debajo de su academia y pidió al dueño, del que era buena amiga, que le preparara la más lujosa vuelta al mundo.

La que se largaba ahora era ella.

© Cristina Vázquez

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