Paseando por las calles de Orcasitas
En el extremo oeste de Madrid, junto a la
carretera dirección a Toledo, se encuentra mi barrio. Construido
a finales de los años cincuenta, y que, en su origen, fue un proyecto
vanguardista para dar una solución racional al grave problema de las
condiciones de viviendas. Mentiras y más mentiras.
Tres mil viviendas cimentadas sobre arcillas expansivas e ilusiones
jornaleras, yacían sobre estruendos de bloques de ladrillo hueco. Cimentaciones
irregulares construidas bajo reivindicaciones y llantos de gente sencilla,
llena de sueños, paseaban por sus calles. Un barrio formado por una
plástica composición geométrica de bloques de doble crujía de seis plantas y de
hileras de unifamiliares adosados, de dos alturas con patio, que albergaban
cantos y risas de sus nuevos moradores. Así nacía mi barrio.
Pero entre toda esa felicidad, se escondía la desdicha, una tragedia cruel
y malvada que hizo estremecer no solo los cimientos de sus casas, también a sus
moradores.
Recuerdo aquella tarde de mil novecientos setenta y dos, cuando mi barrio
empezó a temblar ante las grietas grises de las tardes de un verano, que sin
pena ni gloria, se hundía entre el horror y las risas que esquilmaban las
ilusiones de una pobre gente que solo añoraba un hogar.
Ese fue el tiempo en que el barro inundó las calles: La tristeza estuvo
presente en el semblante de todos los vecinos de ese humilde y castigado barrio
por la mano de los facinerosos y opresores agentes de nuestro tiempo. Poco ha
cambiado.
Años en que el hambre llamaba en muchas puertas y se quedaba a vivir para
siempre, eran tiempos difíciles. Eran épocas de la otra España, la de la sangre
en las rodillas, la que no salía en el NO-DO, la del rechinar de dientes. Era
esa España en la que el hambre se paseaba de puerta en puerta, campeando a sus
anchas. Una sociedad solidaria de platos de comida caliente que circulaban por
los corredores de la desesperación, de esas familias que suspiraban por un
jornal digno.
Ese era mi barrio. El barrio de un niño de ocho años que venía de pasear su
traje de comunión de capitán de marina por el bulevar de Menéndez y Pelayo. Un
barrio sin luz, sin nada, en dónde se escuchaba el llanto de una madre que
tenía miedo a la oscuridad y de un niño recién nacido, que buscaba día a día,
dar un sentido a su vida.
Así es mi barrio. Es distinto, es especial, no es bonito, pero tampoco feo,
no tienen grandes hombres, ni importantes mujeres, pero está hecho con jirones
de corazones que claman al viento por sus derechos. Orcasitas, el Poblado de
Orcasitas, un lugar donde vivir, un sinónimo de igualdades y sueños
compartidos. Ese es mi barrio.
Mi barrio busca rincones,
muros de granito
tallados por el paso
del tiempo.
Mi barrio es templanza
recogida entre
las altas tapias
del cementerio.
Mi barrio eres tú
que habitas en él,
que lo entiendes
y lo comprendes.
Mi barrio está hecho
de barro y lágrimas,
de hiel y miel,
de luna y estrellas.
Mi barrio es de todos,
sin importarnos
la raza o el credo,
su condición o procedencia.
Mi barrio es mi barrio
lleno de barro
y grietas en las casas
y ninguno se le parece.
José Luis Labad Martínez
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