domingo, 1 de septiembre de 2024

Amantes de mis cuentos: Al aire libre



Amalia apretó el paso. Ya estaba cerca de La Ribera de Curtidores y, como siempre, solo con oír el bullicio se le pasaron todos los males. Era para ella una cuestión vital no faltar ni un solo domingo al Rastro. El trapicheo de ropa, zapatos, quincalla y cualquier objeto de segunda mano era su debilidad y, en cierto modo, su medio de vida.

A media calle divisó a Fermín que daba los últimos toques al tinglado, justo enfrente al monumento de Eloy Gonzalo. Allí estaba con la espalda encorvada, el pelo cano, y sus dedos artríticos. Ya no eran unos chavales. Él, trece días exactos mayor que ella, le bastaba para que se creyera con derecho a protegerla. Discutían cada dos por tres, pero como todo entre ellos se desenredaba con palabras, siempre terminaban riendo.

De niños iban juntos al colegio, cada uno se casó con el mejor amigo del otro, incluso enviudaron con un mes de diferencia. Y cuando un día él se enteró de su precaria situación, la animó a que le ayudara en el puesto. Lo único que tenía que hacer era vender, vender hasta su alma si fuera preciso. Resultó ser una gran idea para ambas partes.

Desde la calle Juanelo vio venir a dos de sus clientas habituales. Se sacudió el cansancio y se dio prisa para llegar antes que ellas. La mañana comenzaba bien. Estaba segura de que la sábana encimera y la funda que para su ajuar bordó su madre hacía cincuenta años, les iba a gustar y no pensaba rebajar ni un céntimo.

No es fácil ser viuda y pobre.

 

© Marieta Alonso Más 

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