martes, 3 de septiembre de 2024

Amantes de mis cuentos: Amor a la tierra

 



Padre quería que estudiara Derecho, madre aspiraba a que me hiciera médico, pero a mí lo que me gustaba era trabajar la tierra. Desesperados ante mi tozudez decidieron llevarme a las dos hectáreas de terreno con vides, un arroyo, una ondulante pradera y una casa destartalada. Era la herencia que mis abuelos le dejaron a su hijo y que no valoró hasta recordar que podía servir para quitarme de la cabeza la idea de convertirme en agricultor. Granjero, diría mi madre.

Allí me quedé por vez primera en mi vida: solo, triste, abandonado y sin dinero. Mis padres calcularon que la locura me duraría día y medio. Y a punto estuvieron de tener razón, pero un ángel de la guarda me guio a registrar armarios, estanterías, cajones, una vitrina (vasar, haría ver mi madre), y para mi sorpresa en todos ellos encontré pañuelos anudados con monedas suficientes para sobrevivir más de un año. Así que dije adiós a la pesadumbre.

De inmediato me puse a adecentar la casa, que si el tejado, que si las puertas no cerraban bien, que si las tuberías estaban oxidadas, que si una mano de pintura, que si los grifos, que si una buena limpieza, me costó Dios y ayuda acabar con los ratones, las serpientes, las telarañas…, creían que aquella era su casa y les tuve que hacer ver que era la mía.

Por muebles no tenía que preocuparme y por ajuar tampoco. Comidas y cenas las hacía en la taberna de la plaza del pueblo. Cada día tenía que andar un kilómetro de ida y otro de vuelta. Al cabo de dos meses sin descanso la casa quedó como nueva y mi piel se había vuelto morena.

Ahora le tocaba el turno al jardín, a la huerta, a las viñas, preparar la tierra para lo que decidiera sembrar. Y en eso estaba pensando cuando a lo lejos vi venir a un anciano con su cachava o cayado como lo llamaría mi madre. Ya os habréis dado cuenta que mi progenitora con las palabras tenía una desquiciante relación.

Aquel hombre que venía a paso lento se presentó quitándose el sombrero, y dijo ser el mejor amigo que había tenido el abuelo, que cumpliría 98 años en una semana, que la siembra no tenía secretos para él, que quería ser mi tutor. Me había estado vigilando desde mi llegada y por orden suya el tabernero me sonsacó a qué familia pertenecía, lo que pretendía, si era trabajador... Y había llegado a la conclusión que a pesar de mi juventud era un buen hombre.

¡Como tu abuelo!, exclamó.

 


© Marieta Alonso Más

 

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