La aldea en que Cibrán y Marina habían nacido se encontraba en lo alto de una montaña de Lugo. Y al igual que todas las de la comarca, las casas eran de piedra, con tejados de brillante pizarra que llegaban casi hasta el suelo. Lo único que la diferenciaba de las otras del concejo era que tenía correos, médico y farmacia.
Por las calles de barro y piedra de su aldea, Cibrán y Marina jugaron desde pequeños, por esas mismas calles se hicieron novios, y en ellas también forjaron un sueño: Contraer matrimonio y quedarse a vivir en la aldea para siempre.
Una tarde en que Cibrán, aquejado por un catarro, se acercó a la farmacia, comenzó a charlar con el dueño. El farmacéutico era un hombre mayor con deseos de jubilarse, pero que no lo hacía por no dejar a todos los vecinos de la comarca sin nadie que los atendiera, le comentó envolviendo un frasco de pastillas. A la mañana siguiente, el joven volvió con la idea de conversar con el farmacéutico. Como fuera, tenían que llegar a un acuerdo que fuera bueno para los dos, se repetía una y otra vez por el camino.
Sí. Tenía que conseguir que don Honorio lo esperara. Total solo eran dos años más de lo que le correspondía para jubilarse. Eso sí, mientras tanto, le prometería que durante sus vacaciones de verano, ellos se quedarían en la aldea atendiendo la botica.
Concertado el acuerdo, los jóvenes volvieron a Santiago y finalizaron sus carreras en Fonseca. Y juntos, cada verano, regresaban a su aldea para suplir la ausencia de don Honorio. Durante aquellos meses veraniegos, juntos también, paseaban por los alrededores de la aldea. Así fue como descubrieron la abandonada finca del indiano.
Casi sin esfuerzo, pudieron abrir la verja de flechas de hierro ya oxidado. Separaron zarzas, saltaron sobre ramas caídas, y pasearon por el completamente abandonado parque hasta encontrar el camino de entrada que en sus tiempos debió de ser de tierra. Plantados a ambos lados, entre matas, enredaderas y helechos, se erguía una hermosa palmera real y seis frondosos ceibos rojos. Sobre estos últimos, luego supieron que habían llegado desde Buenos Aires. Al fin llegaron al pie de los escalones de la puerta de entrada principal de la abandonada casa, un chaparro edificio de tres plantas, con una esbelta torre en el costado derecho. La puerta de entrada de aquella torre era casi más importante que la de la propia casa.
Cuando por la noche les hablaron a los padres de ella del interés de ambos por aquel edificio, se enteraron que lo había construido don José Lizán, un vecino del lugar, que había hecho fortuna en la Argentina. Sí, ése al que representaba el busto de piedra del jardincillo que estaba delante de la iglesia, comentó la madre de Marina. Al parecer, nunca se había casado ni tenido hijos. También les contaron que al parecer el hombre había convivido con una india. Y bajando el tono de voz hasta casi un susurro, añadieron que se decía que aquella india era bruja. Según hablaban algunos, la mujer, a sabiendas de que cuando él volviera a su querida tierra ya nunca regresaría a Buenos Aires, le había dado una pócima que lo hizo dormir a su lado hasta que falleció. Así pues, la casa nunca estuvo habitada, y jamás se abrió, exclamó el padre de Marina dando una palmada en la mesa.
Con la firme decisión de que fuera su hogar, los muchachos comenzaron a indagar, casi como auténticos policías, hasta que se enteraron de que ahora pertenecía a unas monjitas, herederas de don José Lizán, quienes ni tan siquiera conocían su existencia. Sin mucho esfuerzo, ni mucho precio, y de nuevo con la ayuda de sus familiares, la compraron.
Al volver del notario, con la inmensa llave de hierro entre los dedos, Cibrán y Marina se dirigieron a su recién adquirida casa. Protegidos por la sombra de los ceibos rojos llegaron hasta los cinco escalones de la entrada. Abrieron la puerta y sin soltarse de la mano recorrieron el edificio. Descubrieron que la casa se encontraba en perfecto estado, casi como si esperara la llegada de su dueño de un momento a otro. Recorrieron las estancias descubriendo los muebles cubiertos por paños llenos de polvo, retiraron algunas alfombras roídas por ratas, y sacudieron las lámparas con los cristales enredados en telarañas. En cambio, al abrir la puerta que daba a la escalera de caracol de la torre vieron que se encontraba limpia, como si alguien subiera y bajara por ella con asiduidad. Marina, siguiendo a Cibrán, subió por ella. Ya en la parte alta, en lo que debía haber sido la biblioteca, apenas quedaba un trozo de suelo cubierto por la antigua tarima y unas cuantas vigas soportando el techo. Debajo de la ventana, desde la que se veía el rio, los montes y los prados que rodeaban la finca, había una bicicleta.
Aunque no se pudieran imaginar cómo esa bicicleta llegó a subir por las estrechas y empinadas escaleras del torreón, lo que más les sorprendió fue que la cadena estaba perfectamente engrasada y el cuero del sillín limpio y brillante, lo que demostraba que su uso era habitual.
Al día siguiente, una cuadrilla de albañiles tapió la puerta de entrada al torreón desde el interior de la casa, y otra de jardineros limpió con exquisito celo el camino enfilado por los mágicos ceibos rojos.
Ellos desde el mismo instante en que abandonaron la torre, habían decidido que el ánima de don José Lizán, el indiano que tanto había soñado con vivir en la casa que con tanto mimo y desde tan lejos se había construido, continuara disfrutando de la torre en donde sin duda vivía desde su fallecimiento.
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