Me
suena bien la palabra, y hasta diría que tiene sabor a elegancia, como tantas
otras parecidas. Y a partir de ahí me da qué pensar en determinados genios (que
sueles ser “genias”) de la lengua española que dedican parte de sus vidas —ya
que, aparentemente, no tienen nada mejor que hacer y si lo tienen lo disimulan
muy bien— a inventar palabras femeninas a sus equivalentes masculinos, todo por
el absurdo empeño de añadir “aes” donde, por mucho que se empeñen, no puede
haberlas (léase miembras, portavozas o genias). Y resulta que cuando encuentran
una palabra concreta que tiene su femenino aceptado y precioso —o al menos a mí
me lo parece— como poetisa, papisa, consulesa, sacerdotisa o lideresa, entre
algunos otros, por alguna razón desconocida se les revuelve el cuerpo, y no
quieren utilizarla porque, supuestamente, les da grima, o repelús, o vergüenza,
quién sabe, y adoptan el masculino. ¿Cómo es que quieren femeninos y cuando los
tienen, los rechazan?
Poetisa
es precioso y no lo quieren, prefieren poeta que es masculino pero, miren por
donde, termina en a.
Lo
cierto es que no comprendo una palabra de esas disquisiciones mentales que no
llevan a ninguna parte. Y, para una vez que ustedes utilizan el cerebro,
podrían hacerlo para bien. Me lo expliquen, señoras literatas, porque yo, en mi
condición de filóloga, traductora y escritora —que digo yo que, aunque sea
poco, algo sabré de lengua— no acabo de entenderlo.
Blanca
del Cerro
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