Era el 20 de enero de 1920.
Llovía. En el puerto de La Coruña, esperaban un padre y un hijo al vapor «Flandre»
de bandera francesa. El chico con dieciséis años marchaba a Cuba en busca de un
porvenir. Una bolsa con una manta, un pantalón, una camisa, un jersey, seis
salchichones, seis chorizos. Era la primera vez que veían el mar.
Por fin atracó el barco,
comprobaron que los papeles y el pago estaban en regla y llegó la hora de
despedirse. Padre e hijo se fundieron en un abrazo largo, sentido, como si les
costara trabajo deshacerlo. Por fin, se soltaron y los dos se pasaron la mano
por los ojos con un rápido ademán. El hijo, dándose la vuelta, se subió a
bordo, instalándose en tercera, por no haber cuarta.
Su equipaje austero
contrastaba con la cantidad de consejos recibidos. Subió corriendo a cubierta y
desde allí estuvo diciendo adiós a aquella figura encorvada por el peso de su
aflicción hasta que fue un punto en la lejanía.
¡Voy a volver!, gritaba.
A medida que el barco fue
inclinándose hacia el sur las noches se hicieron más cálidas, igual que las
manos de una madre. El 21 de febrero de 1920, sobre las tres de la tarde, tras
veintidós días de navegación, el barco enfiló el canal que conducía a la bahía
de La Habana. Atracó en el Muelle de Caballería.
Aquel niño se llamaba Ramón y
regresó a su tierra al cabo de sesenta años.
© Marieta Alonso Más

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