Mi
psicóloga me recomendó leer libros trágicos, ver películas tristes, dramas en
el teatro, que frecuentara la compañía de personas desdichadas para que se
disipara mi angustia a través de las lágrimas. Nada surtió efecto. No brotaban
de mis ojos.
El
allium cepa fue mi salvación. Se dice que es una de las primeras plantas
cultivadas y que procede de Asia Central. Se dice que a los egipcios les hizo
buen provecho y que más tarde griegos y romanos alimentaron a gladiadores y
legionarios, con un mejunje parecido a lo que hoy se llama «salsa provenzal».
Era su forma de obtener fuerza y musculatura como apreciamos en el
cinematógrafo.
Dejando
la historia a un lado, he de reconocer que disfruto cuando cada día, la coloco
sobre una tabla de madera y voy haciéndola trocitos. Lloro a mares, me quita la
tos, hace que me sienta genuinamente feliz. Con ella mis sentidos se alborotan.
Su olor me llena, me arrastra hasta el infinito, cuando siento que se me hace
la boca agua.
También
a través del oído he llegado a venerar este manjar, al leer en voz alta
una de las más tristes canciones de cuna, canción de ausencia, de añoranza, de
gran carga emocional.
Pero
es a través de la vista cuando me ha llegado el éxtasis. El cuadro de Renoir.
Su colorido, la fragmentación de su pincelada, la luz de la naturaleza, la
voluptuosidad de su forma. Esta hortaliza, me llevó a las alturas y me sentí un
alma gemela de este pintor excepcional, que fue capaz de descubrir la belleza,
allí donde nadie, nunca antes la había visto.
Jamás
pensé que, a través de esta simple planta herbácea, mi amada cebolla, llegara a
alcanzar tal estado de bienestar, tal sosiego, tal conocimiento de las artes,
tal llantina.
© Marieta Alonso Más
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