viernes, 17 de octubre de 2014

Cristina Vázquez: La plenitud de la luna

                  
Cerdeña



Nunca entendí la brevedad de la luna. Solo una noche de plenitud y a la siguiente sus bordes empiezan a contraerse. Yo me  conmuevo cuando la veo como un alfanje que hiere en la oscuridad, en cambio me apeno cuando la maravillosa bola incandescente, en señoreada de la noche, tiembla consciente de que es el principio del fin. Solo una noche.

Todo este tratado selenita, en el que me extiendo románticamente, se me hizo comprensible en el viaje a Cerdeña con Miguel y aprendí  que cada cual tiene su momento de plenitud diferente.

Llevábamos juntos solo cuatro fases lunares y la de Agosto iba a ser en Cerdeña. Eso lo cuento así ahora, porque he decidido que es una medida de tiempo tan válida como un mes o una semana. Podríamos hablar del tercer día de la luna menguante de Junio o del quinto de la creciente de Abril.

El viaje lo preparé con minuciosidad, quería que se pasmara de mi eficacia, no solo de mi imaginación, que el decía adorar, sino lo práctica que soy cuando me pongo a un tema. Y así fue: catálogos, visitas reservadas, paseo en velero… Y por supuesto hice unas prácticas de la bellísima lengua italiana, sin olvidar un diccionario de bolsillo para cualquier apuro.

Al subir al autobús, ya en Cerdeña, que nos llevaría a nuestro destino, un hombre vociferante señalaba el autobús, como animando al personal. Miguel es un hombre masculino, adorablemente masculino, y como tal le gusta llevar la voz cantante y las maletas, así que le espetó con el máximo acento italiano.

_Che espacho per doi.

Yo, como iba con las manos libres, cogí el diccionario y en mi titubeante italiano, le dije:

 _Ci sono posto per due.

_Avanti signorina.

Y vi por el enorme retrovisor como Miguel torcía el gesto. Y sí, mi maleta pesaba demasiado.

_No te has debido dejar nada en Madrid, chatita. Ni las piedras de Pulgarcito, por si nos perdemos -y se secó las manos con un pañuelo, como si le sudaran por el esfuerzo. Nunca le había visto pañuelo, ni mano sudada. Pues aunque sea muy masculino tiene unas manos suaves, y es precisamente ese contraste lo que le hace tan atractivo.

Nuestro encuentro de hacía cuatro fases había sido casual. Estábamos los dos desesperados por encontrar una mesa en el café Luna Lunera, cuando una confusión de las camareras nos impulsó a los dos a la misma mesa, con el consiguiente enfado. Yo esperaba a una amiga y él también. Aunque torció el gesto, me cedió galantemente la mesa. Mi amiga no vino y la suya tampoco y terminamos juntos vaciando una frasca de rosado que nos hizo reír sin  parar.

Ya entonces me percaté de su masculinidad, un poco tímido y brusco, con un cuello de gladiador, la voz bronca y las manos finas. Cuando volví a casa pensé que había sido mi noche de suerte, precisamente en el restaurante Luna Lunera y en una noche de cuarto creciente, en las que yo, dos veces al año me cortaba las pestañas y las puntas del pelo para que me crecieran con mas fuerza. Entonces pensé que podía ser la noche del amor creciente. Cuando se lo conté un tiempo después el no comprendió la relación pero me dijo:

_Que imaginación mas brillante tienes _y se río con esa naturalidad tan refrescante.

El viaje a Cerdeña era la prueba de fuego de nuestra relación. El primer viaje juntos, compartir el mar, el arte, la noche... Y yo esperaba algo definitivo, no podría describir qué, pero estaba segura de que en ese viaje se iba a perfilar un futuro o una entrega mutua que hasta entonces, por mucho que yo lo intentara, él siempre se zafaba con chistes o abrazos, de esos que te dejan sin respiración. Porque abrazaba con convencimiento, uno de esos hombres de espalda fuerte, en los que parece que los vendavales de la vida te pueden encontrar a buen refugio. Por eso cuando nos subimos al velero con otros turistas y el viento hinchaba las velas mientras el barco se escoraba, yo pensé que ese podía ser un hermoso símil de  una travesía vital. El Mediterráneo, dos jóvenes arrastrados por el viento y el dulce discurrir de las aguas, pero cuando quise refugiarme en ese abrazo, tuve que sujetarle  para que no se fuera por la borda mientras vomitaba.

_A babor, sempre a babor _gritaba el patrón que nos llevaba, un joven con camiseta a rayas y mucho desparpajo. No entendí lo de babor porque yo había hecho el curso breve de italiano, pero no de náutica. Y en vez de decir derecha e izquierda hay que averiguar  donde es cada cosa y luego vomitar a sotavento. Mientras el patrón nos miraba con cara de auténtica repulsión, pasando una manguera por el triste rastro de Miguel, me susurró al oído, con la mano sobre mi hombro.

_Ma que fai con un stronzzo come luí.

No pude responderle, pues si me hablan deprisa y palabras que no domino, tardo en entender. Pero me dejó descolocada la cara verde de Miguel y el susurro bajo del marinero. Un susurro con sabor a sal, pensé mientras traducía con la mano de él muy firme sobre mi hombro.

Por la tarde Miguel se quiso quedar acostado, pues seguía con el cuerpo revuelto y yo me fui a recorrer el pueblo caluroso. Me senté sofocada después del paseo en un alero donde el aire del mar me refrescaba y ya de vuelta con unos antiácidos para Miguel, vi un bar que se llamaba Oh Que Luna y entré. Era una señal, una guía para retomar ese camino de futuro que yo seguía intuyendo.

Mientras me tomaba un granizado volví a sentir una presión conocida en el hombro y un susurro, ahora en el otro oído.

_Brava, ai lasciato al stronzzo.

Y se sentó delante el capitán, sin camiseta a rayas y con una camisa blanca.

Hice un gesto de mirar hacia otro lado y le dije:

_Non capisco.

_Si, leí capisce.

Me levanté con cierta dignidad para volver al hotel a cuidar a mi amado que estaba perfectamente recuperado viendo un partido entre el Lascio y el Milán, que le había reanimado.

         Yo ya sabia que él era un hombre deportista y deportivo, pues no solo tenía sus partidos de fútbol sala, sino que seguía con interés los programas de comentaristas,  de esos que apoyan los pies en el balón, mientras comentan las jugadas y a veces es un griterío como los del corazón, pero hablando de fútbol. Prefirió quedarse en el cuarto y no salir a cenar, pues aunque se encontraba bien, quería recuperarse del todo, para estar perfecto al día siguiente.

Me baje a tomar una pizza y miré a la luna, como siempre hago, pues me tranquiliza cuando soy capaz de reconocer exactamente en qué momento está. Y supe que al día siguiente era luna llena. Tenía prevista una excursión por tierra para ir a ver un anfiteatro romano y unas termas. El día fue caliente y pese a nuestros sombreros de paja, yo veía como Miguel se licuaba sin protestar. En la primera sombra se abanicó con el sombrero, del que colgaba una cintita roja con Cerdeña impreso en letras negras. Miró la cinta, y con una mueca de estupefacción se lo volvió a calar. Pese al calor, la caminata, subir y bajar las escaleras del anfiteatro, él estuvo encantador, llevando la cinta de su sombrero como si de un gondolero se tratara y bromeó con ello.

Sospechaba que mis condiciones de organizadora de viajes, no eran lo más destacado de mi carácter. Pues pese a mi imaginación, que siempre ponderaba Miguel, las condiciones concretas de distancia, temperatura, etc., no parecía que las hubiera considerado con la precisión necesaria para que el viaje no resultara una prueba dura de superar.

Confiaba que a la caída de la tarde, con el frescor de la noche y la promesa de la espléndida luna, todo se volvería perfecto y mágico. Podría ser el momento soñado del viaje. Tenía una reserva hecha en una terraza dando al mar, pero cuando se acercaba la hora de irnos empecé a notar cierta irritación en Miguel, como si todo el calor y la incomodidad de la jornada se fuera apoderando de él. Parecía que le molestara el cuello de la camisa, se cortó al afeitarse y balbuceaba comentarios del tipo.

_ ¿Estará muy lejos el igloo dónde vamos? Espero que la comida sea buena y que haya aire acondicionado.

Mientras me ponía los pendientes de coral, que me había regalado ese día, pensé que ni la luna iba a poder con él y una melancolía se empezaba a apoderar de mí. ¿Seria en verdad un stronzzo de tío y me tenía que haber venido hasta aquí para darme cuenta?

_Si no quieres no vamos o si prefieres me voy yo –dije con irritación.

_No, tampoco es eso. Dime como se llama el sitio y ya pregunto yo. Te espero en la recepción.

         Lo encontré dispuesto y sonriente.

_Vamos

_ Pero si no hay  prisa, Miguel, aun es pronto. ¿Por qué no tomamos una copa?

_No, vamos, sí hay un poquito de prisa. A mi no me gusta cenar tarde. Ya lo sabes.

No, no lo sabía, como tantas otras cosas.

Bajamos por la calle adoquinada, me tenía que apoyar en la espalda de él, la confiada espalda, para no desempedrarme con las sandalias de tacón. Iba a paso ligero con una mano atrás para sujetarme y yo volcada sobre él.

_Que prácticas esas sandalias, aunque estas muy guapa, que conste _y me lo decía sin darse la vuelta.

Al llegar al restaurante nos llevaron a una mesa esquinada dentro. Iba a decir que había reservado fuera, pero él dijo que no importaba, que ahí con la corriente de aire estaban muy bien. En la esquina oblicua a la que estábamos  sentados, una enorme televisión estaba suspendida sobre una repisa, con el volumen bajado. Yo mire afuera y vi como empezaba a despuntar la luna.

El restaurante tenía una decoración auténticamente marinera, redes colgadas o formando un bodegón con bolas de cristal iluminadas, alguna caracola aquí y allá, un pez espada disecado en el dintel y un vivero de langostas apelotonadas con las pinzas sujetas por gomas. Pese a tener las puertas abiertas a la terraza el olor a ajo y frito se esparcía por el comedor, casi desierto, aunque poco a poco fue llenándose, sobre todo de hombres. Miguel pareció relajarse, y ya no le molestaba el cuello de la camisa ni el calor, pues obviamente no había aire acondicionado.

Sentí que algo mortecino se apoderaba de mi y de repente eché de menos mi casa, el olor de los plátanos de mi calle, a mi perro que le dejé en una guardería y después de pedir la cena él, chapurreando y sin dejarme practicar mi italiano, me fui a la terraza para ver la luna y el mar que iluminaba. En una mesa estaba el capitán de la camiseta rayada, susurrando algo en el oído de una valquiria rubia. Al notar que le miraba me guiñó un ojo y se dio la vuelta, dándome totalmente la espalda.

         Deseaba estar lejos de ahí y como una heroína romántica me agarré a la barandilla de la terraza para notar algo sólido entre mis manos, cuando un clamor me sacudió. Me di la vuelta y comprobé que el clamor era que habían puesto el volumen a la televisión.

_Es la semifinal. Menuda sorpresa, ¿verdad? Tenemos que ganar, si o si. Campeones, preciosa. Campeones. ¿A que seria bonito poder celebrarlo aquí? _y  me besó con entusiasmo.

Cenamos pendientes de la televisión y el coro masculino subía o bajaba, según de emocionante fuera la jugada. Miguel se animaba o crispaba con una vehemencia que, una vez recuperada del estupor, me parecía casi divertido ver las súbitas transformaciones de ese hombre y después de cada buena jugada me besaba o apretaba una mano como si en ello le fuera la vida.

En el descanso, me dio alguna explicación de lo que hacia falta para que ganáramos y las posibles combinaciones, según quien venciera en el otro partido.

Al ver mi cara de aburrimiento.

_Chatita, esto no dura tanto y he ido a las ruinas como un corderillo sin protestar. Una por ti y otra por mí.

El vino estaba fresco, el marisco delicioso y la pasta insuperable y poco a poco conseguí aislarme del fútbol, de los hombres y volví a la terraza a tomarme mi sorbete de limón y a comprobar a qué altura había llegado la luna. Bañada por esa luz, mi melena parecía  brillar como si una escarcha la cubriera, la acidez del limón helado, el efecto del vino, el camino resplandeciente que marcaba la luna en el mar, el ruido sordo de las olas al romper bajo la terraza y la suavidad de la brisa, me hizo sentir como una heroína de cuadro romántico, a la que solo le faltaba una ruina medieval a sus pies. A punto estaba de comenzar a andar, como un ser alado, por el camino de la luna sobre el mar, cuando sentí una mano en mi hombro, que de repente me hizo  temer que fuera la del hombre rayado, y me hablara del stronzzo, y al girarme, era Miguel.

_Gol, gol, gol.

Me sujetaba por los hombros y luego me abrazó dándome un giro en el aire.

_Gol, amor mío. Somos campeones.

Y de repente, nos quedamos quietos metidos en el haz de luz blanca, mirándonos. Vi un brillo en sus ojos claros, que parecía un manantial inagotable y una expresión tan dulce, que me abracé confortada  por su olor limpio y tranquilo.

_Que maravilla poder celebrarlo aquí contigo _y apartándome, siguió _Fíjate si hasta la luna está de fiesta.




© Cristina Vázquez Salinero





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