La cara feliz, tal como muestra este emoticono, es un símbolo muy conocido de la felicidad. |
Hoy
nos piden hablar de la felicidad. Un tema absolutamente subjetivo que no todos
valoran de igual forma. Para acercarnos a eso que podríamos definir como
entelequia habría que intentar una aproximación a la diversidad de la
naturaleza humana, algo que se nos presenta como un espejo de infinitas
posibilidades para la reflexión.
La
felicidad difiere en cada etapa de la vida y suele presentarse en estrecha
intimidad con nuestras cambiantes necesidades de orden material y espiritual.
Durante
la infancia, la protección del seno familiar constituye el marco necesario para
experimentarla, aun en la inconsciencia de cuanto éste nos ofrece y nos permite
para disfrutar sus consecuencias. La carencia de este entorno protector conduce
generalmente a los infantes a las antípodas de cuanto ahora intentamos definir.
La
primera juventud, con el estallido hormonal que nos agita y nos despierta
nuevas inquietudes y emociones, diseña para cada individuo un íntimo y singular
universo de ilusiones que suele confundirse con la idea de felicidad. Todo es
volátil durante ese período. Todo arde en las venas con un estallido de corta
duración que puede y suele repetirse con una brevedad tan distorsionante que
impide un auténtico conocimiento de la realidad.
Más
cercanos a la madurez comenzamos a entender que los latidos de nuestro corazón
enamorado no son siempre los felices marcadores de estados duraderos de
exaltación plácida y de jubilosa identificación con otras almas. Durante esta
etapa, en la que ya no somos pámpanos ni aun somos sarmientos, aparecen decepciones que,
fijando nuestros pies a la cotidiana realidad, colocan el ideal de nuestra
felicidad en otras dimensiones.
Con
la madurez la idea de felicidad se hace más pragmática, se nos presenta
generalmente aliada a la consecución y al mantenimiento de la seguridad en todo
orden de cosas. Salud, economía, compañía y como aspecto relevante el
desarrollo equilibrado de nuestra descendencia. Entonces la felicidad se
despoja de egoísmo y, cual mariposa generosa, concentra su objetivo en el
despliegue de sus coloridas alas en torno a nuevos objetivos de permanencia
genética en el entorno espacio-temporal.
En
la recta final de la existencia, la idea de la felicidad, apoyada siempre en un
estado de relativa sanidad, ve como objetivos la realización de aquellas
ilusiones que el bregar de etapas anteriores ha impedido o limitado realizar.
Se abordan nuevos retos cuya realización, antes catalogada de imposible, pueden
ofrecer momentos placenteros que aportan altos niveles de satisfacción. Podemos
decir entonces que en nuestra vida, como en la naturaleza, el otoño es el
esplendor de la madurez.
© Ramón L. Fernández y Suárez
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