Panorámica de La Habana |
Margen derecha del canal de entrada de la Bahía de La Habana. A la izquierda el Castillo del Morro, a la derecha la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña |
Aunque hacía ya varias
horas que el barco estaba atracado en el puerto de La Habana, él no se decidía
a bajar a tierra.
En aquellos momentos, era
más consciente que nunca de que los motivos por los que había emprendido ese
viaje eran una auténtica quimera. Llevaba planeándolo muchísimo tiempo, quizá
desde los primeros años de la adolescencia, con toda la ilusión y todas las
incertidumbres con los que alguien imagina un futuro que difícilmente puede
llegar a convertirse en realidad. Pero cuando vio desaparecer tras él la línea
de la costa española, mientras el barco que lo llevaba se adentraba en el
Atlántico rumbo a Cuba, no tuvo más remedio que volver a preguntarse, esta vez
de verdad, ¿Por qué?
En realidad no había un
motivo demasiado sólido y quizá tampoco fuese imprescindible que lo hubiera. A él
le bastaba con evocar la vetusta casa castellana donde se había criado, los
veranos de calor infernal y los inviernos interminables; aquellas habitaciones
casi siempre en penumbra, los muebles sólidos y oscuros, los retratos de sus
antepasados en las paredes, los crucifijos por todas partes y las veladas junto
a la chimenea cuando la tarde declinaba.
La suya era sangre
castellana, recia y austera, que llevaba siglos circulando por las venas de
hombres y mujeres honrados y trabajadores, buenos cristianos y, según él,
carentes de imaginación e incapacitados para la fantasía.
Por eso, en aquel entorno
destacaba tanto entre los otros el retrato de su tío abuelo Luís, un hombre
joven, de rizos morenos, sonrisa fácil y con la mirada perdida en algún lugar
que debía de estar muy lejos, del oscuro descansillo de la escalera donde alguien
había colgado el grueso marco dorado que, contenía la imagen de su rostro.
Muy pronto, siendo todavía
un niño, se percató de que su tío abuelo no era precisamente el orgullo de la
familia, y que nunca se aludía a él cuando tocaba alabar las virtudes que
adornaban a los otros miembros de su estirpe. Acerca de ese antepasado solo se
formulaban comentarios velados, llenos de sobreentendidos y medias palabras,
pero ¡Ay!, muchas veces se mencionaban, casi sin querer y como de pasada,
nombres como Cuba, El Caribe, La Habana, Camagüey, Santiago… y otros vocablos
aún más evocadores por casi desconocidos, como indios taínos y guajiros,
junglas y manglares, cañaverales y playa; todo ello material más que suficiente
para que la mente de un niño construyera un universo imaginario donde su tío
abuelo Luís, para colmo, había desaparecido hacía ya muchísimos años.
Nadie sabía exactamente qué
había sido de él, y tampoco nadie parecía tener demasiado interés en
averiguarlo, aunque algunas veces se habían pronunciado palabras como
contrabando, piratería y algunas otras de connotaciones todavía peores. Todas
ellas frutos de la especulación, pura leyenda a fin de cuentas, pero que en
plena meseta castellana, tenían la suficiente potencia como para incendiar la
mente de cualquier muchacho que se estuviera asfixiando entre las cuatro
paredes de su casa.
Con el anochecer, desde
tierra llegaban hasta la cubierta del barco los aromas y los sonidos de un
mundo desconocido. Había refrescado un poco y a lo largo de toda la bahía
empezaban a encenderse las primeras luces. Algunas personas paseaban por el
malecón, mientras las gaviotas y los cormoranes realizaban los últimos vuelos
del día casi a ras de agua.
Fue entonces cuando él tomó
su petate, bajó a tierra y caminó muy despacio, mientras su figura se perdía en
las estrechas callejuelas del puerto.
Óleo del puerto de La Habana (1665) |
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