miércoles, 15 de febrero de 2017

José Carlos Peña: Habana


Panorámica de La Habana
Margen derecha del canal de entrada de la Bahía de La Habana.
A la izquierda el Castillo del Morro, a la derecha la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña

Aunque hacía ya varias horas que el barco estaba atracado en el puerto de La Habana, él no se decidía a bajar a tierra.

En aquellos momentos, era más consciente que nunca de que los motivos por los que había emprendido ese viaje eran una auténtica quimera. Llevaba planeándolo muchísimo tiempo, quizá desde los primeros años de la adolescencia, con toda la ilusión y todas las incertidumbres con los que alguien imagina un futuro que difícilmente puede llegar a convertirse en realidad. Pero cuando vio desaparecer tras él la línea de la costa española, mientras el barco que lo llevaba se adentraba en el Atlántico rumbo a Cuba, no tuvo más remedio que volver a preguntarse, esta vez de verdad, ¿Por qué?

En realidad no había un motivo demasiado sólido y quizá tampoco fuese imprescindible que lo hubiera. A él le bastaba con evocar la vetusta casa castellana donde se había criado, los veranos de calor infernal y los inviernos interminables; aquellas habitaciones casi siempre en penumbra, los muebles sólidos y oscuros, los retratos de sus antepasados en las paredes, los crucifijos por todas partes y las veladas junto a la chimenea cuando la tarde declinaba.

La suya era sangre castellana, recia y austera, que llevaba siglos circulando por las venas de hombres y mujeres honrados y trabajadores, buenos cristianos y, según él, carentes de imaginación e incapacitados para la fantasía.

Por eso, en aquel entorno destacaba tanto entre los otros el retrato de su tío abuelo Luís, un hombre joven, de rizos morenos, sonrisa fácil y con la mirada perdida en algún lugar que debía de estar muy lejos, del oscuro descansillo de la escalera donde alguien había colgado el grueso marco dorado que, contenía la imagen de su rostro.

Muy pronto, siendo todavía un niño, se percató de que su tío abuelo no era precisamente el orgullo de la familia, y que nunca se aludía a él cuando tocaba alabar las virtudes que adornaban a los otros miembros de su estirpe. Acerca de ese antepasado solo se formulaban comentarios velados, llenos de sobreentendidos y medias palabras, pero ¡Ay!, muchas veces se mencionaban, casi sin querer y como de pasada, nombres como Cuba, El Caribe, La Habana, Camagüey, Santiago… y otros vocablos aún más evocadores por casi desconocidos, como indios taínos y guajiros, junglas y manglares, cañaverales y playa; todo ello material más que suficiente para que la mente de un niño construyera un universo imaginario donde su tío abuelo Luís, para colmo, había desaparecido hacía ya muchísimos años.

Nadie sabía exactamente qué había sido de él, y tampoco nadie parecía tener demasiado interés en averiguarlo, aunque algunas veces se habían pronunciado palabras como contrabando, piratería y algunas otras de connotaciones todavía peores. Todas ellas frutos de la especulación, pura leyenda a fin de cuentas, pero que en plena meseta castellana, tenían la suficiente potencia como para incendiar la mente de cualquier muchacho que se estuviera asfixiando entre las cuatro paredes de su casa.

Con el anochecer, desde tierra llegaban hasta la cubierta del barco los aromas y los sonidos de un mundo desconocido. Había refrescado un poco y a lo largo de toda la bahía empezaban a encenderse las primeras luces. Algunas personas paseaban por el malecón, mientras las gaviotas y los cormoranes realizaban los últimos vuelos del día casi a ras de agua.

Fue entonces cuando él tomó su petate, bajó a tierra y caminó muy despacio, mientras su figura se perdía en las estrechas callejuelas del puerto.

Óleo del puerto de La Habana (1665)




© José Carlos Peña 



josecarlos.pgp@gmail.com





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