A
ella le inquietaba profundamente la presencia de aquel hombre. No por su
aspecto de caballero, más o menos corriente, ni por su actitud silenciosa y
distante, no exenta de cierta arrogancia; sino por su mirada.
Desde
que empezó a dejarse ver en la ciudad se lo encontraba por todas partes, en la
calle, en la plaza, en la iglesia, en el mercado, en el teatro; y experimentaba
en cada ocasión el mismo desasosiego, porque era consciente de que sus ojos la
seguían, la observaban, la contemplaban a distancia. Siempre con discreción,
sin demasiada insistencia, aunque había veces que los ojos del hombre buscaban
los suyos y ella corría entonces a refugiarse junto a sus amigas, su marido o
diluyéndose cuanto fuera posible en el entorno de todas aquellas personas que
siempre la rodeaban y entre las que se sentía una más, algo aburrida, pero
segura. Sin embargo, en la intimidad de su cuarto y en el fondo de su corazón,
la mirada de aquel hombre era como un rayo de luz que iluminaba secretos
rincones, habitualmente oscurecidos por la soledad.
Él,
por su parte, vivía atormentado por una timidez insuperable. Con los años se había
acostumbrado a ella como quien se acostumbra a vivir con una enfermedad, una tara
o una pesada carga que, inevitablemente, tiene que arrastrar toda la vida. Era
un hombre solo, soltero y autosuficiente, capaz de afrontar cualquier empresa
que no implicara excesivo trato con los demás, sobre todo si los demás eran
mujeres.
Era
consciente de que se engañaba a sí mismo, y de que el equilibrio tan precario
que mantenía entre sus actos y sus sentimientos terminaría por venirse abajo en
cualquier momento, cuando menos lo esperase. Y fue exactamente eso lo que
ocurrió cuando la casualidad quiso que aquella mujer cruzara ante sus ojos.
Desde
aquel instante su corazón anhelaba lo imposible, y sus pies lo arrastraban por las
calles, las plazas, el teatro o el mercado buscando unos ojos que lo
esquivaban, que rehuían su mirada, inquietos y temerosos, aunque secretamente
complacidos.
Quizá,
haciendo un enorme esfuerzo de voluntad, él podría haber sido capaz de
atreverse a balbucir unas palabras, un torpe saludo que sirviera al menos para
establecer un primer contacto. Pero ella nunca estaba sola y vivía inmersa en
un mundo que era totalmente desconocido para él. Un mundo de relaciones
sociales, lugares comunes y sobreentendidos envueltos en encajes seda y
terciopelos, adornado con profusión de pamelas, sombrillas, abanicos, guantes
de raso y zapatos de charol. Un mundo, además, que tenía sus propios códigos;
su lenguaje secreto compuesto de gestos, miradas, actitudes y disimulos que
resultaba impenetrable para alguien como él, acostumbrado a una vida donde la
palabra llana y la mirada franca eran la moneda de cambio.
Intentó
aprender, observando desde lejos y anhelando el momento en que, se sintiese
capaz de dar un primer paso. Pero se había vuelto impaciente y empezaba a
pensar que solo podría vencer la timidez con una buena dosis de temeridad.
Así,
aquella noche en el teatro, ante la mirada atónita de ella, rebuscó nervioso en
el interior de la chaqueta y extrajo un pequeño abanico. Luego, exhibiendo
tanta determinación como torpeza, lo desplegó ante su rostro, lo agitó
titubeante, volvió a plegarlo y repitió la operación, para que ella no tuviese
ninguna duda de que estaba intentando decirle todas aquellas palabras que su
boca no se atrevía a pronunciar.
© José Carlos Peña
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