viernes, 29 de diciembre de 2017

José Carlos Peña: El atajo

                                  
             
Nunca, a lo largo de los dos años que llevaba haciendo el reparto en aquella zona, Oswaldo había tomado ese desvío. De hecho, ignoraba totalmente su existencia hasta que alguien se lo recomendó como un atajo para sortear los atascos cotidianos e interminables de la autovía. 

Pero desde el primer momento tuvo la extraña sensación de que terminaría arrepintiéndose. Porque era una carretera estrecha, que serpenteaba entre colinas y hondonadas cubiertas de bosque, donde no había ni una sola gasolinera, ni un bar, ni cobertura de móvil en algunos tramos.

Como todas las mañanas, Oswaldo conducía atento al reloj, el teléfono y el tráfico. Aunque por aquella pista sinuosa no circulaba nadie más y el camión se movía despacio entre rampas, curvas y cambios de rasante que limitaban la visibilidad; y él empezaba a pensar que no había sido tan buena idea tomar ese desvío.  Por suerte había dejado de llover y entre la espesura, a lo lejos,  a veces era posible distinguir las luces algunas viviendas.

A la salida de una curva, después de bajar una empinada cuesta, vio un camino de tierra que se abría a la derecha, pero no le prestó demasiada atención; ni tampoco al cochambroso cartel, oxidado e ilegible, que señalaba una dirección desconocida. Pero no le quedó más remedio que rescatarlo de su memoria dos kilómetros después, cuando el motor del camión empezó a renquear, la cabina se llenó de un extraño olor a  quemado y, finalmente, Oswaldo se vio obligado a detener el vehículo, bajarse y comprobar con espanto que de las entrañas del motor brotaba un humo, negro y espeso, que no auguraba nada bueno.

Las primeras luces de la mañana todavía eran escasas, el teléfono móvil se había convertido en un artefacto completamente inútil, y todos los temores de Oswaldo parecían haber despertado repentinamente.

¿Qué iba a decir su jefe?, uno de esos tipos que desconocen la empatía y exigen mil explicaciones, pero no admiten escusas. Un personaje cada vez más habitual en esas empresas deshumanizadas que tanto abundan, donde las relaciones son cualquier cosa menos personales y el trato es distante, frio y cada vez menos frecuente. ¿Cómo iba a explicarle a alguien así que había tomado ese desvío para ahorrar tiempo, combustible y la desazón que se apodera de uno cuando se ve atrapado en un atasco interminable?

De mala gana dejó abandonado el camión en la cuneta y empezó a caminar, cuesta arriba, con la esperanza de que aquel cartel, y aquel camino que había visto dos kilómetros antes, lo condujeran a un lugar con teléfono, donde le permitieran hacer al menos una llamada. Pero sabía que no iba a resultarle fácil, porque un individúo como él, con la piel oscura y acento del sur, no inspira demasiada confianza a esas horas, en una carretera solitaria y en un país con demasiados problemas propios como para ocuparse de los ajenos.

Además, mientras caminaba en busca del desvío, no dejaba de pensar en el camión abandonado en la cuneta, preguntándose si lo encontraría a la vuelta, si no le vaciarían el remolque o la carga se echaría a perder.

¿Qué iban a pensar en la empresa si ocurría algo parecido? No resultaba demasiado difícil imaginarse cómo reaccionarían esos tipos, a los que uno no conoce y que no saben ni cómo te llamas, pero deciden si vas a trabajar mañana, o la semana que viene, durante cuántas horas y a cambio de qué salario. Gente que no te mira a la cara, que habla contigo por teléfono o por correo electrónico y al final se despide diciendo que ya te llamarán, sin molestarse en disimular que están mintiendo miserablemente.

Agobiado por esos y otros pensamientos, como el recibo de la hipoteca, las facturas que irremisiblemente llegan todos los meses y lo difícil que iba a resultarle encontrar un nuevo trabajo, Oswaldo llegó a la altura del desvío y comprobó que, efectivamente, el cartel era ininteligible. Pero se internó en el camino de tierra y continuó andando.

Había cipreses a ambos lados y al final se veía una casa con las ventanas abiertas. El mastín que dormitaba en el porche salió a recibirle moviendo el rabo, el aire se había impregnado de un agradable aroma a café recién hecho y, clavado en una estaca, muy cerca de la puerta, había otro cartel.

Oswaldo lo leyó y respiró aliviado.

Solo era una palabra, escrita con letras grandes y caligrafía clara: “BIENVENIDO”, decía.



©josecarlospeña




1 comentario:

  1. Me encantó la primera vez que escuché este relato contado por su autor. Ahora que lo he podido volver a leer, ejerce en mí la misma sensación que me producen todos los relatos que he escuchado y leído de José Carlos Peña: una sonrisa en las labios que perdura mucho tiempo.

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