Nunca,
a lo largo de los dos años que llevaba haciendo el reparto en aquella zona,
Oswaldo había tomado ese desvío. De hecho, ignoraba totalmente su existencia
hasta que alguien se lo recomendó como un atajo para sortear los atascos
cotidianos e interminables de la autovía.
Pero
desde el primer momento tuvo la extraña sensación de que terminaría
arrepintiéndose. Porque era una carretera estrecha, que serpenteaba entre
colinas y hondonadas cubiertas de bosque, donde no había ni una sola
gasolinera, ni un bar, ni cobertura de móvil en algunos tramos.
Como
todas las mañanas, Oswaldo conducía atento al reloj, el teléfono y el tráfico. Aunque
por aquella pista sinuosa no circulaba nadie más y el camión se movía despacio
entre rampas, curvas y cambios de rasante que limitaban la visibilidad; y él
empezaba a pensar que no había sido tan buena idea tomar ese desvío. Por suerte había dejado de llover y entre la
espesura, a lo lejos, a veces era posible
distinguir las luces algunas viviendas.
A
la salida de una curva, después de bajar una empinada cuesta, vio un camino de
tierra que se abría a la derecha, pero no le prestó demasiada atención; ni
tampoco al cochambroso cartel, oxidado e ilegible, que señalaba una dirección
desconocida. Pero no le quedó más remedio que rescatarlo de su memoria dos
kilómetros después, cuando el motor del camión empezó a renquear, la cabina se
llenó de un extraño olor a quemado y,
finalmente, Oswaldo se vio obligado a detener el vehículo, bajarse y comprobar
con espanto que de las entrañas del motor brotaba un humo, negro y espeso, que
no auguraba nada bueno.
Las
primeras luces de la mañana todavía eran escasas, el teléfono móvil se había
convertido en un artefacto completamente inútil, y todos los temores de Oswaldo
parecían haber despertado repentinamente.
¿Qué
iba a decir su jefe?, uno de esos tipos que desconocen la empatía y exigen mil
explicaciones, pero no admiten escusas. Un personaje cada vez más habitual en
esas empresas deshumanizadas que tanto abundan, donde las relaciones son
cualquier cosa menos personales y el trato es distante, frio y cada vez menos
frecuente. ¿Cómo iba a explicarle a alguien así que había tomado ese desvío
para ahorrar tiempo, combustible y la desazón que se apodera de uno cuando se
ve atrapado en un atasco interminable?
De
mala gana dejó abandonado el camión en la cuneta y empezó a caminar, cuesta
arriba, con la esperanza de que aquel cartel, y aquel camino que había visto
dos kilómetros antes, lo condujeran a un lugar con teléfono, donde le
permitieran hacer al menos una llamada. Pero sabía que no iba a resultarle
fácil, porque un individúo como él, con la piel oscura y acento del sur, no
inspira demasiada confianza a esas horas, en una carretera solitaria y en un
país con demasiados problemas propios como para ocuparse de los ajenos.
Además,
mientras caminaba en busca del desvío, no dejaba de pensar en el camión
abandonado en la cuneta, preguntándose si lo encontraría a la vuelta, si no le
vaciarían el remolque o la carga se echaría a perder.
¿Qué
iban a pensar en la empresa si ocurría algo parecido? No resultaba demasiado
difícil imaginarse cómo reaccionarían esos tipos, a los que uno no conoce y que
no saben ni cómo te llamas, pero deciden si vas a trabajar mañana, o la semana
que viene, durante cuántas horas y a cambio de qué salario. Gente que no te
mira a la cara, que habla contigo por teléfono o por correo electrónico y al
final se despide diciendo que ya te llamarán, sin molestarse en disimular que
están mintiendo miserablemente.
Agobiado
por esos y otros pensamientos, como el recibo de la hipoteca, las facturas que
irremisiblemente llegan todos los meses y lo difícil que iba a resultarle
encontrar un nuevo trabajo, Oswaldo llegó a la altura del desvío y comprobó
que, efectivamente, el cartel era ininteligible. Pero se internó en el camino
de tierra y continuó andando.
Había
cipreses a ambos lados y al final se veía una casa con las ventanas abiertas.
El mastín que dormitaba en el porche salió a recibirle moviendo el rabo, el
aire se había impregnado de un agradable aroma a café recién hecho y, clavado
en una estaca, muy cerca de la puerta, había otro cartel.
Oswaldo
lo leyó y respiró aliviado.
Solo
era una palabra, escrita con letras grandes y caligrafía clara: “BIENVENIDO”,
decía.
©josecarlospeña
Me encantó la primera vez que escuché este relato contado por su autor. Ahora que lo he podido volver a leer, ejerce en mí la misma sensación que me producen todos los relatos que he escuchado y leído de José Carlos Peña: una sonrisa en las labios que perdura mucho tiempo.
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