Carboncillo sobre papel Socorro González-Sepúlveda Romeral |
Aquel viaje produjo cambios en mi vida. No sé, ahora, si
pequeños o enormes cambios, pero mi vida a partir de ese momento fue distinta.
Todo comenzó cuando mi tío, el soltero, nos llevó a mi prima y a mí, en la
primavera del año de Maricastaña, a Valencia para ver el mar y a mis parientes valencianos.
Yo no había salido del pueblo más allá de la capital
para visitar a un médico, pero este viaje era diferente, era mi primer viaje
y tenía doce años.
Bien temprano, cogimos el coche «correo»
hasta Madrid y allí, provistos de un kilométrico, tomamos el tren hasta Valencia.
«El tren no espera»
decían,
pero el nuestro llegó con retraso. Iba despacito, traca trac, traca trac, pasaban
ante mí las tierras de labor, como una colcha hecha de pedazos de todos los
colores, desde el verde tierno al pardo
terroso. Escasos árboles señalaban la presencia de algún rio, ya seco, y las casas
de labor con sus paredes encaladas destacaban en el paisaje repetitivo. Cansada
me dormí con el traqueteo, la noche anterior no había pegado ojo, no sé cuánto
tiempo estuve dormida. Al despertar miré por la ventanilla. Grandes extensiones
de naranjos de un verde brillante habían sustituido la aridez de las tierras
castellanas.
Cuando llegamos a Valencia, lo primero de todo, mi tío
nos llevó a ver el mar. Me quedé callada por la emoción. Yo miraba el mar, mi
tío y mi prima me miraban a mí. No había podido yo, antes de este momento,
imaginar el movimiento de las olas, ni
la espuma, ni el tamaño, ni el color
¡Era hermoso! Recuerdo que, al mirar la franja oscura en el horizonte, pensé: Es
verdad, el azul marino es así de oscuro, y no me cansaba de mirar.
Mi primer recuerdo del mar está ligado al recuerdo de mi
tía -internada
en un sanatorio para enfermos mentales desde hacía mucho tiempo-. Fuimos a verla por la
tarde. Yo solo recordaba la fotografía de una mujer joven y guapa. Entró en la
sala de espera, acompañada de una monja, una mujer envejecida con el pelo
canoso y mal cortado, en bata y zapatillas, sonriente y pacífica.
─¿Quién es esta niña tan guapa? ─dijo.
─La hija de tu hermano ─respondió mi tío.
─Veo a mis hermanos cada día y a mis padres también.
Están todos aquí conmigo ¿Por qué lloras, niña?
Yo no sabía por qué lloraba. Había oído a mis padres la
historia de mis tíos y me parecía muy romántica y triste: Se Habían conocido en
la Guerra Civil. Ella vivía sola con una criada en la casa que requisaron para
el ejército, él era un miliciano joven. Se enamoraron y un cura amigo los casó
en secreto. Cuando acabó la guerra, él
se quedó a vivir en el pueblo. Luego, ella comenzó a confundir la realidad con
la ficción, hasta el punto de no reconocer a sus propios hijos. Él volvió a Valencia
con los niños buscando el abrigo de los suyos, ella fue internada.
Allí acabó nuestro viaje, en la finca donde vivían mis
primos, a unos tres kilómetros del pueblo, en una casa soleada rodeada de
algarrobos. Nos esperaba una familia atípica, con dos padres y sin ninguna
mujer adulta en el papel de madre. Mi tío vivía con su hermano viudo y sus dos hijas,
la mayor con trece años llevaba la casa.
Pequeñita y regordeta, voluntariosa y trabajadora todos la obedecían sin rechistar. Parecía una casa de cuento donde se hablaba
valenciano y se querían mucho entre ellos. Con gusto me habría quedado a vivir
allí para siempre.
Ya en casa, guardé los recuerdos de este viaje como un
tesoro, creo que lo alargué y le puse un poco de fantasía. Allí estaban a mi
alcance los naranjos en flor, dos familias que vivían como una sola, la locura
pacífica de mi tía, que imaginaba vivir rodeada de los suyos y, sobre todo, el
horizonte del mar, azul marino, que abrió y amplió el mío.
©
Socorro González-Sepúlveda
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