miércoles, 11 de abril de 2018

Socorro González-Sepúlveda Romeral: El horizonte

Carboncillo sobre papel
Socorro González-Sepúlveda Romeral


Aquel viaje produjo cambios en mi vida. No sé, ahora, si pequeños o enormes cambios, pero mi vida a partir de ese momento fue distinta. 
Todo comenzó cuando mi tío, el soltero, nos llevó a mi prima y a mí, en la primavera del año de Maricastaña, a Valencia para ver el mar y a mis parientes valencianos.

Yo no había salido del pueblo más allá de la capital para visitar a un médico, pero este viaje era diferente, era mi primer viaje y  tenía doce años.

Bien temprano, cogimos el coche «correo» hasta Madrid y allí, provistos de un kilométrico, tomamos el tren hasta Valencia.

«El tren no espera» decían, pero el nuestro llegó con retraso. Iba despacito, traca trac, traca trac, pasaban ante mí las tierras de labor, como una colcha hecha de pedazos de todos los colores, desde  el verde tierno al pardo terroso. Escasos árboles señalaban la presencia de algún rio, ya seco, y las casas de labor con sus paredes encaladas destacaban en el paisaje repetitivo. Cansada me dormí con el traqueteo, la noche anterior no había pegado ojo, no sé cuánto tiempo estuve dormida. Al despertar miré por la ventanilla. Grandes extensiones de naranjos de un verde brillante habían sustituido la aridez de las tierras castellanas.

Cuando llegamos a Valencia, lo primero de todo, mi tío nos llevó a ver el mar. Me quedé callada por la emoción. Yo miraba el mar, mi tío y mi prima me miraban a mí. No había podido yo, antes de este momento, imaginar el movimiento de las olas,  ni la espuma,  ni el tamaño, ni el color ¡Era hermoso! Recuerdo que, al mirar la franja oscura en el horizonte, pensé: Es verdad, el azul marino es así de oscuro, y no me cansaba de mirar.

Mi primer recuerdo del mar está ligado al recuerdo de mi tía -internada en un sanatorio para enfermos mentales desde hacía mucho tiempo-. Fuimos a verla por la tarde. Yo solo recordaba la fotografía de una mujer joven y guapa. Entró en la sala de espera, acompañada de una monja, una mujer envejecida con el pelo canoso y mal cortado, en bata y zapatillas, sonriente y pacífica.

─¿Quién es esta niña tan guapa? ─dijo.

─La hija de tu hermano ─respondió mi tío.

─Veo a mis hermanos cada día y a mis padres también. Están todos aquí conmigo ¿Por qué lloras, niña?

Yo no sabía por qué lloraba. Había oído a mis padres la historia de mis tíos y me parecía muy romántica y triste: Se Habían conocido en la Guerra Civil. Ella vivía sola con una criada en la casa que requisaron para el ejército, él era un miliciano joven. Se enamoraron y un cura amigo los casó en secreto.  Cuando acabó la guerra, él se quedó a vivir en el pueblo. Luego, ella comenzó a confundir la realidad con la ficción, hasta el punto de no reconocer a sus propios hijos. Él volvió a Valencia con los niños buscando el abrigo de los suyos, ella fue internada.

Allí acabó nuestro viaje, en la finca donde vivían mis primos, a unos tres kilómetros del pueblo, en una casa soleada rodeada de algarrobos. Nos esperaba una familia atípica, con dos padres y sin ninguna mujer adulta en el papel de madre. Mi tío vivía con su hermano viudo y sus dos hijas, la mayor con trece años llevaba la casa.  Pequeñita y regordeta, voluntariosa y trabajadora  todos la obedecían sin rechistar.  Parecía una casa de cuento donde se hablaba valenciano y se querían mucho entre ellos. Con gusto me habría quedado a vivir allí para siempre.
Ya en casa, guardé los recuerdos de este viaje como un tesoro, creo que lo alargué y le puse un poco de fantasía. Allí estaban a mi alcance los naranjos en flor, dos familias que vivían como una sola, la locura pacífica de mi tía, que imaginaba vivir rodeada de los suyos y, sobre todo, el horizonte  del  mar, azul marino, que abrió y amplió el mío.
                                                   


© Socorro González-Sepúlveda

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