“Un hombre emprende
el viaje y es otro el que regresa” dice un viejo proverbio.
Algunas veces, muy
de tarde en tarde, me entretengo releyendo lo que escribía un bisabuelo mío,
que es el único miembro de la familia con inquietudes literarias e
intelectuales reconocidas. Era un pequeño terrateniente castellano, aburguesado
y ocioso, que admiraba profundamente los avances tecnológicos que tenían lugar
en Europa y se mostraba firme partidario del método científico. Aunque en
algunas ocasiones llevaba esa afición hasta extremos un tanto ridículos, o al
menos discutibles.
En uno de sus
ensayos, escribe que al enterarse de que un joven de la localidad ha decidido
enrolarse como marinero en un bacaladero portugués, con la intención de ampliar
horizontes y ganar algo de dinero, él, mi bisabuelo, concibió un pequeño
experimento.
No le costó mucho convencer al muchacho para
concertar una entrevista y someterlo, de
paso, a un exhaustivo reconocimiento. Empezó formulándole algunas preguntas
acerca de su forma de ver el mundo, la familia, la religión, la organización
política y social, y continuó luego con otras cuestiones de tinte más personal;
todo ello con la intención de pergeñar lo que hoy día podría denominarse un
perfil psicológico.
Parece que el joven
se mostró reticente y desconfiado al principio, pero escribe mi bisabuelo que
logró crear un clima de confianza suficiente como para que las palabras y las ideas fluyeran
poco a poco, en la medida en que era capaz de expresarse el hijo de una familia
modesta y con escasos estudios. En cualquier caso, le advirtió de que al
tratarse de un experimento científico, su identidad nunca llegaría a ser un
dato relevante.
Luego sometió al
muchacho a un reconocimiento físico que quedó reflejado en una descripción
pormenorizada que incluye, además del peso y las medidas de cada uno de sus
miembros, el color del cabello, los ojos y las uñas, así como la anchura de
hombros, el perímetro craneal y los resultados de algunas sencillas pruebas de
fuerza y resistencia.
Se despidieron
ambos con la promesa de repetir todo el procedimiento cuando el joven
regresara, aunque hay unas anotaciones que hablan de la posibilidad de que tal cosa
no llegara a ocurrir, teniendo en cuenta el porcentaje de naufragios de la
flota portuguesa, las posibilidades de una muerte en el mar y muchas otras
circunstancias adversas imposibles de
cuantificar.
Hace poco, en el
curso de un viaje, tuve la oportunidad de visitar el pequeño museo dedicado a
los bacaladeros portugueses en Viana do Castelo. Allí, junto a las magníficas
reproducciones de aquellos esplendidos veleros de gran arboladura y afilada
proa, que se internaban durante largos meses en las gélidas aguas de
Groenlandia para llenar las bodegas de bacalao, hay una serie de viejas
fotografías que llamaron poderosamente mi atención.
En ellas aparecen
los rostros de aquellos verdaderos lobos de mar, la mayoría jóvenes. Son los
rostros de unos hombres duros y fuertes, muchos de ellos en actitud silenciosa,
con la mirada ausente y el cansancio y la soledad reflejados en cada uno de sus
rasgos.
Mientras los
contemplaba, intenté imaginar cómo deben afectar a cualquiera esas
interminables campañas. Cómo aquellos hombres, solos en medio del mar durante
tanto tiempo, rodeados de témpanos y a merced de los embates del viento;
sacudidos por las olas y ateridos de frío, podían contemplar el mundo y
encontrar una motivación que dotara de sentido a su existencia.
Escribe mi
bisabuelo que dos años después, cuando el joven cuya identidad sigue siendo un
secreto regresó, volvió a someterse dócilmente a las preguntas y el
reconocimiento, aunque su actitud era bien distinta en esta ocasión.
Se mostraba parco
en palabras y soportaba las comprobaciones físicas con cierto aire burlón.
Cuando mi bisabuelo empezó a interrogarlo sobre cómo había sobrellevado la
exposición prolongada al aire libre, el frio y el trabajo duro, el muchacho
esbozó una sonrisa.
— Parece mentira que sea usted tan listo —le dijo— y no se
dé cuenta de que el verdadero viaje es interior.
© José Carlos Peña
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