Sellos rusos emitidos en 1992, conmemorando el primer centanario del ballet "El Cascanueces". |
Huye
Leyna. Huye entre los grandes copos que caen sobre las solitarias callejuelas.
Huye porque la guerra la empuja.
Hierática,
bailaba. Veía los ojos negros de Sigfrido clavados en su rostro. Entre sus
manos, el cuerpo de Odette trémulo, ligero, volaba sobre la punta de las
zapatillas. De pronto, se escuchan disparos, oyen los gritos de horror de los
espectadores cuando aquellos hombres entran en el teatro. Escondida entre
bambalinas, Leyna esperó hasta que pudo escapar.
Seguía
huyendo entre países en guerra, entre campos nevados, sin importarle que la
luna estuviera lejos, que el sol calentara poco. Escondidos entre sus ropas,
lleva las zapatillas de raso y cuatro sellos. Por el camino le envía una carta,
después otra y luego la tercera. El último lo guarda para poder decir dónde se
encuentra.
Así
llega hasta el fin del mundo. A un país abrazado por el mar. Una tierra en
donde las gentes, que le sonríen tranquilas, no saben que existe el baile sobre
las puntas de las zapatillas de raso. Un recóndito paraje en el que las nubes
derraman una fina lluvia sobre las cabezas de sus paisanos, cubiertas por
negros pañuelos; en el que las almas juegan con las sombras de la noche y la
luz del amanecer; en el que la gente muere y renace rodeada de misterios. Cuando
llega a la playa se detiene asombrada ante la inmensidad del mar. Siente mucho
frío. Al final del arenal, en la cima del acantilado, ve una luz. Atraviesa los
prados hasta llegar a una casa de piedra. Golpea la madera de la puerta. Un
viejo le abre. Después de mirarla, le señala la cuadra. Solo por una noche,
dice agradecida. El anciano, sin entender sus palabras, le sonríe. Entra en el
establo y arrullada por el mugir de las vacas, Leyna se queda dormida.
El
viejo está ordeñando a los animales cuando se despierta. Al verla incorporarse,
se le acerca con una jarra de espumeante leche. La joven bebe el cálido líquido
agradecida. La callosa mano del anciano le muestra un rastrillo y el modo de
ahuecar la paja. Ya es medio día, cuando el hombre vuelve a la cuadra y le
ofrece un plato de caldo. Poco a poco, la joven comienza a trabajar en la
casa.
Una
noche cuando abría la puerta para irse a dormir, el viejo le señala una
habitación vacía. Era la de mi hija, le parece entender. Dándole las gracias,
entra en ella. Las arrugas de la piel del hombre se alisaron en un remedo de
sonrisa.
Al
día siguiente, cuelga las zapatillas de raso a la cabecera de la cama. Después,
escribe una carta diciéndole dónde se encuentra. Saca el último sello y lo
pega en el sobre.
Pasaron
los días, las semanas y los meses; el verano y el otoño. Leyna, poco a poco,
perdía la esperanza.
El
día veinticuatro de diciembre el viejo le pide que lo acompañe a la Iglesia.
Nunca había entrado en aquel templo de helada piedra; no era como las capillas
de su tierra, iluminadas con multitud de velas, pintadas con imágenes de oro y
brillantes colores, nubes de incienso que perfumaban las naves, y popes
vestidos con valiosos ropajes. Delante del altar, cual centinelas, cuatro
cirios protegen un cesto lleno de paja desde donde le sonríe el Niño. Antes de
irse, murmurando su ruego, le besa los pies.
Al
no saber cómo preparan en la aldea la cena de Navidad, Leyna cocina la de su
lejana Rusia. Vino caliente con canela y doce platos de diferentes viandas, uno
por cada apóstol. Antes de irse a dormir, se calza las zapatillas de raso y
danza para él, acompañada de una música que sólo ella podía escuchar.
Por
la mañana la despertaron los villancicos de los niños. Abre la puerta y les da
polvorones de nuez. Los miraba marchar cuando escucha ruido en la cuadra. El
viejo estará ordeñando, piensa. Al dirigirse hacia allí lo ve salir camino de
la casa y al cruzarse con ella, despacio, el anciano le susurra.
—Ve
tú. Yo el habla de ese hombre, no la entiendo.
© Malena Teigeiro
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