La Puerta del Perdón Catedral de Santiago de Compostela |
La manita de su nieta en la suya hace a don Gregorio
volver a la realidad. Allí está toda la familia reunida ante la Puerta del
Perdón, porque es a lo que viene, a pedirle perdón al Santo.
Con las mejores galas, su esposa, hijos, nueras,
yernos y nietos, acompañan al anciano en un viaje de regreso que tardó más de
cuarenta años en realizar. Detiene su mirada en la imagen de Santiago, en los
santos que lo rodean, el pórtico, la reja y las baldosas del suelo sobre las
que durmió tantas noches. Recuerda la lluvia, el frío que no era capaz de
detener el papel que se ponía en el pecho debajo de su camisa raída; el viento
que se colaba por los agujeros de las botas; la señora elegante que le traía,
un día sí y otro también, un poco de caldo y algún bocadillo. Esa señora que le
dio un puesto de guarda en su finca, hasta que el nieto decidió que no tenía el
aspecto adecuado, y otra vez a la iglesia.
—Reza, hijo mío, el Santo te escuchará, tu suerte ha
de cambiar —le susurró la dama al despedirlo.
Pero el Santo no escuchaba y otro invierno llegaría a
la plaza. Por eso, al finalizar la misa de un domingo cualquiera, entró en la
sacristía. Con lo recaudado en el cepillo y lo que había podido ahorrar
mientras trabajaba para la señora, se embarcó en dirección al Nuevo Mundo.
Trabajó duro, como todos. Tuvo suerte, como unos pocos, y encontró una criolla
que supo acompañarlo y darle cinco hijos.
Don Gregorio entra despacio en la iglesia, aspira el
olor a incienso, con una mano en el bastón y la otra cogida de la de su mujer,
avanza por el centro. Cuenta los bancos uno a uno, hasta situarse en aquel en
que recuerda haberse arrodillado a rezar tantas veces. Se sienta, su esposa le
palmea la pierna. Tranquilo, le dice, vas a cumplir con tu sueño. No, contesta,
voy a devolver lo que no era mío. Del bolsillo interior del abrigo extrae un
talonario de cheques, firma uno con una cantidad de seis cifras, lo guarda
dentro de un sobre y cuando un novicio pasa con la cesta de la limosna, lo
deposita en ella. La mujer le aprieta la mano. Ya podemos volver a casa.
© Liliana Delucchi
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