Todo me iba mal. Desde que mi diligente
y adorada Fidelia me abandonó, repito, todo me iba mal. No tenía quien
planchara mis trajes ni me cocinara, ni quien limpiara la casa, ni
tampoco dinero para pagarlo. Y lo peor era ver mi cama, esa cama de
tantas horas felices, ahora medio desocupada, arrugadas las sábanas y
caídas las mantas. ¡Ay, Señor. Qué tristeza!
Aquella mañana cuando pasé por delante
del chiscón, la portera una mujer guapa, morena, algo gordita pero
deseable, muy deseable y bastante parecida a mi Fidelia, estaba jugando a
las cartas. Y como es natural en mí ser cotilla, con la disculpa de que
me recogiera un paquete que me iban a traer, me acerqué al ventanuco.
Encima de la mesa vi unos cartones grandes, coloridos y de extrañas
figuras.
—Buenos días, Rosa. ¿A qué juega? —me atreví a preguntar, después de darle mi falso recado.
—Buenas, don Eduardo —sonrió aleteando
sus negrísimas y largas pestañas llenas de bolitas de rímel—. No es un
juego, es una cosa bien seria. Me echo las cartas.
—¿Y para qué vale?
—Para saber cómo tengo que enfocar mi futuro sin equivocarme —su boca regalona me sonrió.
Dulce y coqueta, dos acariciadores
dedos, separaron un lado de la blusa dejando al aire esa parte de los
senos que muestran el canalillo.
—Hace calor ¿verdad? —dije presa mi
mirada en aquellos sonrientes ojos verdes tan parecidos a los de mi
Fidelia. ¿Podrán decirme cómo resolver mis dificultades? ¿Querrá usted
ayudarme?
—Cómo no. Pero mejor entramos en mi casa. Hay que hacer ciertos preparativos para que todo salga prefecto.
Descorrió armoniosa el pestillo y salió
al portal. La seguí. Caminando detrás de sus redondas y cimbreantes
caderas, llamé por teléfono a la oficina diciendo que me encontraba muy
mal, que vomitaba una y otra vez, y que me era imposible ir a trabajar.
Que si por la tarde estaba mejor, ya iría.
Después de bajar las escaleras, entramos
en su apartamento. Era pequeño, oscuro y rodeado de colgaduras azul
marino bordadas con estrellas y lunas de plata. Me indicó que me sentara
a una mesa camilla. Antes de hacer ella lo mismo, arrastrando su
intenso perfume, se movió por el cuartucho prendiendo las velas de
penetrante aroma. Ya enfrente de mí, me observó un instante. Su
acaramelada sonrisa mostraba unos dientes blanquísimos. Cálida, me
sujetó una mano y muy despacio, la arrastró hasta colocarla encima del
mazo de cartas. Al sentir el contacto de su piel, mi pecho se encogió a
la vez que mi deseo se inflamaba. Pronunciando extrañas palabras,
comenzó a extender los cartones sobre el mantel, también bordado, pero
éste, en vez de lunas y estrellas, estaba recamado con soles.
—La estrella, don Eduardo. Le ha salido la estrella —mostraba alegre la imagen oprimiendo el cartón su una uña larga, roja.
—¿La estrella? —abrí los ojos sin comprender.
—Sí, sí. La estrella. Váyase a trabajar tranquilo. Siga su vida, que le ha salido la estrella y nada menos que a la derecha.
—Pero es que ya dije que no iba.
—Vaya. Su vida va a cambiar a partir de
este momento y lo que no puede pasar es que cuando la suerte lo busque,
no lo encuentre en su lugar habitual.
Me fui alegre. Al entrar en la oficina,
recordé mis desgracias. La muerte de mi madre, el abandono de mi pareja,
los pantalones llenos de manchas y arrugas, y la tristeza me invadió.
Satisfecho, disimulé de ese modo mi inquebrantable salud. Por la noche
al abrir la puerta, un fuerte olor a lejía me sorprendió. Sin
comprender, caminé por el limpio y ordenado pasillo hasta el dormitorio.
En la cama, apenas cubierta por blancas
sábanas, estaba ella. Su negrísimo cabello desparramado en la
resplandeciente almohada. La boca entreabierta en una sugerente sonrisa.
Los verdes ojos me miraban asustados. Sonriente, me desvestí sin dejar
un momento de contemplarla. Al introducirme entre tiesas y perfumadas
sábanas, se giró hacia mí. La abracé. Ella quiso comenzar a hablarme. Le
puse un dedo en los labios y le rogué que no dijera nada. Y en un
lacerante murmullo, hundido en bienestar, susurré:
—Te quiero, mi dulce y adorada Fidelia. No vuelvas a abandonarme.
© Malena Teigeiro
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