miércoles, 20 de febrero de 2019

Blanca del Cerro: La gran noche

Royal Albert Hall

        Aquella sería la gran noche de su existencia, la que había esperado toda la vida, la que le consagraría como el ídolo indiscutible de masas en el mundo entero, el cantante más fabuloso de la historia, la maravilla de las maravillas, la gloria de las glorias, lo mejor de lo mejor, la estrella que brillaría para siempre en el firmamento de los magníficos, superando a voces geniales como las de Elvis Presley, Frank Sinatra, Freddy Mercury o Elton John.

        Esa era su noche.

      Se había preparado con verdadero fervor, cantando, ensayando, repitiendo una y otra vez unos temas que acabarían tarareando todos los jóvenes de la Tierra. Estaba seguro.

      Se encontraba en el Royal Albert Hall de Londres, una de las salas de conciertos más emblemáticas del mundo, a la espera de que fueran a buscarlo para salir al escenario. Quedaban pocos minutos para el gran momento y se sentía nervioso. Caminaba de un lado a otro de aquella habitación, oscura y carente de ventanas, sin poder controlarse. Tranquilo, Max, tranquilo.

      Decenas, cientos, miles de personas esperaban el momento de su aparición. Oía de fondo el murmullo atronador de sus voces, las que en unos instantes le aclamarían proclamando su nombre, y un remusguillo entre el orgullo, el placer y el temor caracoleaba por dentro de su cuerpo.

    Por fin. Por fin lo había conseguido. Llevaba toda la vida esperando ese momento, esa noche, su gran noche, la de su culminación, la de su triunfo absoluto, no podía dar crédito a lo que le estaba ocurriendo tras tantas luchas y tantas penalidades.

    Max Canterbury, el nombre que había adoptado desde los inicios de su carrera musical, cerró los ojos y sonrió.

Iba a triunfar. Iba a ser aclamado. Iba a dejar anonadada a toda la humanidad con sus canciones.

Ojalá estuviera allí su madre, su querida madre, siempre a su lado, siempre ayudándole, pero que se fue en silencio y despacito como había hecho todo en vida. Mamá…, pensó, si me vieras ahora, al borde del triunfo.

Pasos en el exterior. Ya se acercan, ya vienen a por mí.

La puerta se abrió.

Un hombre de cara seria y dos mujeres entraron en la habitación. Los tres vestidos de blanco. Llevaban los ojos turbios y una gran determinación en sus miradas.

—Hola, Max —saludó el hombre—. Venimos a por ti. No te resistas porque de nada te va a valer.

Y Max dio un salto hacia atrás, cerró los puños y empezó a gritar. Los alaridos retumbaron en las paredes.

Cuatro jóvenes fornidos surgieron de algún lugar oculto, se abalanzaron sobre él y le inmovilizaron con una camisa de fuerza. La comitiva en pleno se encaminó hacia una de las celdas acolchadas del Centro Psiquiátrico Camilo Pesqueiro, situado a las afueras de la ciudad, mientras en la cabeza de Max se derretían poco a poco las voces, los murmullos y los vítores de una multitud enfervorizada que le aclamaba y repetía sus canciones una y otra vez.



© Blanca del Cerro

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