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Royal Albert Hall |
Aquella sería la gran noche de
su existencia, la que había esperado toda la vida, la que le consagraría como
el ídolo indiscutible de masas en el mundo entero, el cantante más fabuloso de
la historia, la maravilla de las maravillas, la gloria de las glorias, lo mejor
de lo mejor, la estrella que brillaría para siempre en el firmamento de los
magníficos, superando a voces geniales como las de Elvis Presley, Frank
Sinatra, Freddy Mercury o Elton John.
Esa era su noche.
Se había preparado con
verdadero fervor, cantando, ensayando, repitiendo una y otra vez unos temas que
acabarían tarareando todos los jóvenes de la Tierra. Estaba seguro.
Se encontraba en el Royal
Albert Hall de Londres, una de las salas de conciertos más emblemáticas del
mundo, a la espera de que fueran a buscarlo para salir al escenario. Quedaban
pocos minutos para el gran momento y se sentía nervioso. Caminaba de un lado a
otro de aquella habitación, oscura y carente de ventanas, sin poder
controlarse. Tranquilo, Max, tranquilo.
Decenas, cientos, miles de
personas esperaban el momento de su aparición. Oía de fondo el murmullo
atronador de sus voces, las que en unos instantes le aclamarían proclamando su
nombre, y un remusguillo entre el orgullo, el placer y el temor caracoleaba por
dentro de su cuerpo.
Por fin. Por fin lo había
conseguido. Llevaba toda la vida esperando ese momento, esa noche, su gran
noche, la de su culminación, la de su triunfo absoluto, no podía dar crédito a
lo que le estaba ocurriendo tras tantas luchas y tantas penalidades.
Max Canterbury, el nombre que
había adoptado desde los inicios de su carrera musical, cerró los ojos y
sonrió.
Iba a triunfar. Iba a ser aclamado. Iba a dejar anonadada a toda la
humanidad con sus canciones.
Ojalá estuviera allí su madre, su querida madre, siempre a su lado, siempre
ayudándole, pero que se fue en silencio y despacito como había hecho todo en
vida. Mamá…, pensó, si me vieras ahora, al borde del triunfo.
Pasos en el exterior. Ya se acercan, ya vienen a por mí.
La puerta se abrió.
Un hombre de cara seria y dos mujeres entraron en la habitación. Los tres
vestidos de blanco. Llevaban los ojos turbios y una gran determinación en sus
miradas.
—Hola, Max —saludó el hombre—. Venimos a por ti. No te resistas porque de
nada te va a valer.
Y Max dio un salto hacia atrás, cerró los puños y empezó a gritar. Los
alaridos retumbaron en las paredes.
Cuatro jóvenes fornidos surgieron de algún lugar oculto, se abalanzaron
sobre él y le inmovilizaron con una camisa de fuerza. La comitiva en pleno se
encaminó hacia una de las celdas acolchadas del Centro Psiquiátrico Camilo
Pesqueiro, situado a las afueras de la ciudad, mientras en la cabeza de Max se
derretían poco a poco las voces, los murmullos y los vítores de una multitud
enfervorizada que le aclamaba y repetía sus canciones una y otra vez.
© Blanca del Cerro
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