Hay demasiada oscuridad aquí dentro. No me gusta la
oscuridad y no sé qué hacer con ella. Las sombras se extienden y me quieren
comer despacio, aunque no las dejo, por eso me he quedado muy quieta, sin un
solo movimiento, sin un solo ruido, para ver si se alejan, y estoy a la espera
de lo que pueda ocurrir al otro lado, en la habitación que contemplo desde el
ojo de la cerradura.
Nunca había visto nada parecido. Es la
primera vez en mi vida que palpo las tinieblas, y tienen un sabor triste y un
olor a sombras secas. Me imagino que de forma similar deben oler y saber esas
sombras que desconozco. Lo único que conozco es el sol, la luz y el aire,
porque de allí vengo, y esto me da un poco de miedo, tan oscuro, tan sombrío, tan
distinto a lo de allí fuera. Así debe ser la noche.
No me atrevo a moverme.
Miro a uno y a otro lado y puedo ver a
mi alrededor muchas cajas amontonadas, muchas ropas colgadas, muchos objetos,
algunos de ellos realmente extraños, y mucho silencio dentro, que no en el
cuarto que veo desde aquí. Por eso me encerré, por los gritos.
Llegué con la alegría de la mañana.
Había estado paseando de un lado a otro del jardín, sin parar, contenta del sol
que iluminaba, de las flores que cantaban, de los árboles que reían, de la hierba
dormida y suave en la que me tumbé, y de repente, me asaltó el pensamiento de que
podría resultar interesante saber cómo sería por dentro aquella casa tan bonita.
Me pareció que me llamaba a gritos. Dudé unos instantes y finalmente, entré. Nadie.
Estuve investigando el entorno, las habitaciones azuladas, la salita violeta, los
baños blancos, la cocina verde, el salón ocre, un mundo de colores en el que me
sentí a gusto. En realidad, los colores son mi vida. Los colores y la luz.
Unas voces llegaron hasta mí cuando me
encontraba en la salita de estar violeta. Y las voces se acercaban y se
acercaban cada vez más. Sentí miedo. No sabía qué hacer. Intenté esconderme
detrás de una silla, pero allí tal vez me descubrirían, y yo no quería que me
viesen porque podrían perseguirme y matarme, por lo que me oculté en el
interior de un armario.
Y el armario estaba oscuro, pero podía ver
lo que sucedía sin que nadie se percatara de mi presencia.
Los gritos me asustaron.
A través del ojo de la cerradura vi entrar
en la habitación a un hombre alto, moreno, con barba, no muy joven, aunque no
podría decir su edad porque los hombres para mí no tienen edad, y a una mujer
pelirroja, guapa, muy delgada, vestida de flores malvas.
Flores… Me gustan las flores, olerlas, sentirlas,
acariciarlas. Es lo mejor que he conocido y conoceré a lo largo de mi corta
existencia. Y me gusta que las mujeres se adornen con flores porque se
confunden con ellas, es como si se vistieran de arco iris.
El hombre entró gritando y cerró la puerta
de la salita. La mujer lloraba. No entendía sus palabras, pero la tristeza y el
dolor rodeaban sus cuerpos.
Deseaba salir de allí, a los campos, a
los bosques, a la luz, a mi mundo, tan distinto a aquel lugar siniestro y
oscuro en el que me encontraba atrapada.
La mujer pelirroja tomó asiento en una
de las cuatro sillas que había alrededor de la mesa. Su mirada destilaba estrellas
de angustia y de soledad. Me gustaría haber podido salir de allí, haberle dicho
que fuéramos juntas al jardín, a disfrutar de aquella maravillosa mañana de
primavera, que se olvidase de las penas, que dejase a aquel hombre tenebroso,
que sonriese porque el día pedía sonrisas. Pero no pude. Tuve miedo. Y me quedé
allí, acurrucada, observando lo que sucedía.
El hombre moreno permaneció de pie y se
acercó a abrir la ventana. El aire fresco entró a bocanadas y desgarró la
habitación. El hombre siguió gritando, y la mujer gritó también, y las palabras
y los alaridos se mezclaron con el viento que iba y venía meciéndose
tranquilamente sobre las cabezas de aquellos seres perdidos en su tristeza.
No entendía por qué razón gastaban sus
vidas en lamentos.
El hombre se acercó a la mujer y la
zarandeó por los hombros, mientras ella se dejaba hacer, llorando y cubriéndose
el rostro con las manos. Más gritos. Más dolor. Más penas.
Si mi vida pudiera ser como la suya,
nunca la malgastaría en sombras y llantos. Si mi vida pudiera ser como la suya,
estaría sembrada de risas.
Y, de repente, percibí un movimiento y
vi cómo el hombre, sin abandonar sus gritos, avanzaba unos pasos y se
aproximaba al armario. Empecé a temblar. No sabía qué hacer. En unos instantes
abriría totalmente la puerta, hasta entonces entornada, y me descubriría. Miré
a un lado y a otro y, a toda velocidad, me escondí detrás de una caja alta
colocada en un rincón.
El hombre llegó al lugar donde me
ocultaba, agarró con sus manos los pomos de las puertas y abrió el armario. La
luz entró a chorros en mi escondite. Permanecí quieta, sin un solo movimiento,
procurando acurrucarme al máximo, como si fuera una bolita diminuta, pero él no
se encontraba en situación de percatarse de otra cosa más que de la furia, el
odio y el rencor que llevaba dentro.
Se dirigió directamente a los cajones
que iba dejando abiertos uno tras otro mientras buscaba algo. Su cara estaba
teñida de rojo, rojo púrpura, rojo amapola o rojo sangre. Yo lo miraba en
silencio, sin saber qué pensar, sin saber qué hacer salvo permanecer quieta,
muy quieta. Su terror se repartía por los poros abiertos del aire.
El hombre encontró finalmente lo que
buscaba. Sus ojos, muy cerca de los míos, guardaban lagunas de odio, y yo
sentía ese odio palpitando y llenando todos los rincones. Agarró con sus manos un
objeto, una pistola de color negro, apretó los labios, dio media vuelta, apuntó
hacia la mujer pelirroja y disparó.
Fue un espantoso sonido que rebotó miles
de veces en las paredes de aquella pequeña habitación, un sonido que estalló y
estalló convirtiendo la mañana en una cadena de sinsabores, tantos como los
disparos que salieron de aquel objeto terrorífico.
El hombre permaneció muy quieto y muy
tranquilo. Veía su espalda desde el interior del armario. Y se acercó a la
mujer, ahora tendida en el suelo y vestida de rojo. La miró con desprecio y
dijo unas palabras que no pude comprender. El malva de las flores del vestido
había desaparecido para siempre.
Las puertas del armario abiertas, las
ventanas abiertas, el hombre saliendo de la habitación, la luz llamándome
suavemente, el aire entonando cánticos de bienvenida, la primavera profiriendo
otros gritos muy distintos a los que había escuchado… gritos de sueños, de luz
y de libertad. Era mi oportunidad.
Salí del armario y revoloteé unos
instantes alrededor de aquel cuerpo sin vida. Yo debía aprovechar la mía, mi
propia vida, porque podía esfumarse en un instante, convertirse en niebla, como
había ocurrido con ella, y era demasiado breve como para que sucediese algo así.
La miré despacio, con algo de incomprensión y unas gotas de angustia. La mujer
pelirroja tenía los ojos abiertos, eran muy azules y miraban eternamente al
infinito.
Debía abandonar aquel lugar de
inmediato.
No volvería a entrar en ninguna casa, no
volvería a tentarme la curiosidad, no volvería a dejarme atrapar en un recinto
siniestro.
Y sin pensar en nada más, salí por la
ventana al aire y a la luz para mezclarme con la primavera que estallaba a
chorros.
Había otras casas en la zona, y otras
mujeres, y otros hombres, uno de ellos era el que había disparado la pistola,
que ahora caminaba deprisa, hacia un coche aparcado cerca, en el que se
introdujo y se alejó hacia cualquier parte. Incluso había niños jugando en los
jardines. Casi todo era alegría a mi alrededor. Pero no quise detenerme, ya no.
No me mezclaría con ellos. No me mezclaría con nadie. Debía disfrutar el aire
de la mañana, el sol y las flores, pues las mariposas hemos de aprovechar la
vida en su plenitud, porque es muy corta, y hemos de salir, volar, subir muy
alto, muy alto, bebernos el viento, tragarnos la claridad, enroscarnos en las
nubes, recorrer el espacio, aprovechar cada instante y no dejarnos atrapar en
el interior de un armario.
©
Blanca del Cerro
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