Platero |
Dedicado:
A la memoria de
Aguedilla,
La pobre loca de la
calle del Sol
Que me mandaba moras
y claveles.
“Platero es pequeño,
peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva
huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos
de cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente,
rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo
dulcemente: ¿Platero?, y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece que se
ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...”
Primer párrafo.
Capítulo XV – El potro
castrado
Era negro, con tornasoles granas, verdes y
azules, todo de plata, como los escarabajos y los cuervos. En sus ojos nuevos
rojeaba a veces un fuego vivo, como en el puchero de Ramona, la castañera de la
plaza del Marqués. ¡Repiqueteo de su trote corto, cuando de la Friseta de
arena, entraba, campeador, por los adoquines de la calle Nueva! ¡Qué ágil, qué
nervioso, qué agudo fue, con su cabeza pequeña y sus remos finos!
Pasó, noblemente, la puerta baja del bodegón, más
negro que él mismo sobre el colorado sol del Castillo, que era fondo
deslumbrante de la nave, suelto el andar, juguetón con todo.
Después, saltando el tronco de pino, umbral de la
puerta, invadió de alegría el corral verde y de estrépito de gallinas, palomos
y gorriones. Allí lo esperaban cuatro hombres, cruzados los velludos brazos
sobre las camisetas de colores. Lo llevaron bajo la pimienta. Tras una lucha
áspera y breve, cariñosa un punto, ciega luego, lo tiraron sobre el estiércol
y, sentados todos sobre él, Darbón cumplió su oficio, poniendo un fin a su
luctuosa y mágica hermosura.
... Quedó el potro, hecho caballo, blando,
sudoroso, extenuado y triste. Un solo hombre lo levantó, y tapándolo con una
manta, se lo llevó, lentamente, calle abajo.
¡Pobre nube vana, rayo ayer, templado y sólido!
Iba como un libro descuadernado. Parecía que ya no estaba sobre la tierra, que
entre sus herraduras y las piedras, un elemento nuevo lo aislaba, dejándolo sin
razón, igual que un árbol desarraigado, cual un recuerdo, en la mañana
violenta, entera y redonda de Primavera.
Capítulo XXII - Retorno
Veníamos los dos, cargados, de los montes:
Platero, de almoraduj; yo, de lirios amarillos.
Caía la tarde de abril. Todo lo que en el
poniente había sido cristal de oro, era luego cristal de plata, una alegoría,
lisa y luminosa, de azucenas de cristal. Después, el vasto cielo fue cual un
zafiro transparente, trocado en esmeralda. Yo volvía triste...
Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de
refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora pura, un aspecto
monumental! Parecía, de cerca, como una Giralda vista de lejos, y mi nostalgia
de ciudades, aguda con la primavera, encontraba en ella un consuelo
melancólico.
Retorno... ¿adónde?, ¿de qué?, ¿para qué?... Pero
los lirios que venían conmigo olían más en la frescura tibia de la noche que se
entraba; olían con un olor más penetrante y, al mismo tiempo, más vago, que
salía de la flor sin verse la flor, flor de olor sólo, que embriagaba el cuerpo
y el alma desde la sombra solitaria.
-¡Alma mía, lirio en la sombra!- dije. Y pensé,
de pronto, en Platero, que, aunque iba debajo de mí, se me había, como si
fuera mi cuerpo, olvidado.
Capítulo XXXVIII – El pan
Te he dicho, Platero que el alma de Moguer es el
vino, ¿verdad? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igual que un pan de
trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno ¡Oh, sol moreno! como la blanda corteza.
A mediodía, cuando el sol quema más, el pueblo
entero empieza a humear y a oler a pino y a pan calentito. A todo el pueblo se
le abre la boca. Es como una gran boca que come un gran pan. El pan se entra en
todo: en el aceite, en el gazpacho, en el queso y la uva, para dar sabor a
beso, en el vino, en el caldo, en el jamón, en él mismo, pan con pan. También
solo, como la esperanza, o con una ilusión...
Los panaderos llegan trotando en sus caballos, se
paran en cada puerta entornada, tocan las palmas y gritan: "¡El panaderooo!"...
Se oye el duro ruido tierno de los cuarterones que, al caer en los canastos que
brazos desnudos levantan, chocan con los bollos, de las hogazas con las
roscas...
Y los niños pobres llaman, al punto, a las
campanillas de la cancelas o a los picaportes de los portones, y lloran
largamente hacia adentro:
¡Un poquiiito paaan!...
Capítulo XLVII – El Rocío
Platero -le dije- ; vamos a esperar las Carretas.
Traen el rumor del lejano bosque de Doñana, el misterio del pinar de las
ánimas, la frescura de las Madres y de los Frenos, el olor de la Rocina...
Me lo llevé, guapo y lujoso, a que piropeara a
las muchachas por la calle de la Fuente, en cuyos bajos aleros de cal se moría,
en una vaga cinta rosa, el vacilante sol de la tarde. Luego nos pusimos en el
vallado de los Hornos, desde donde se ve todo el camino de los Llanos.
Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave
llovizna de los Rocíos caía sobre las viñas, de una pasajera nube malva. Pero
la gente no levantaba siquiera los ojos al agua.
Pasaron, primero, en burros, mulas y caballos
ataviados a la moruna y la crin trenzada, las alegres parejas de novios, ellos
alegres, valientes ellas. El rico y vivo tropel iba, volvía, se alcanzaba
incesantemente en una locura sin sentido. Seguía luego el carro de los
borrachos, estrepitoso, agrio y trastornado.
Detrás, las carretas, como lechos, colgadas de
blanco, con las muchachas, morenas, duras y floridas, sentadas bajo el dosel,
repicando panderetas y chillando sevillanas. Más caballos, más burros... Y el
mayordomo. ¡Viva la Virgen del Rocíoooo!
¡Vivaaaaa!- calvo, seca y rojo, el sombrero ancho a la espalda y la vara de oro
descansada en el estribo. Al fin, mansamente tirado por dos grandes bueyes
píos, que parecían obispos con sus frontales de colorinas y espejos, en los que
chispeaba el trastorno del sol mojado, cabeceando con la desigual tirada de la
yunta, el Sin Pecado, amatista y de plata en su carro blanco, todo en flor,
como un cargado jardín mustio.
Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo y
los cohetes negros y el duro herir de los cascos herrados en las piedras...
Platero, entonces, dobló sus manos, y, como una
mujer, se arrodilló - ¡Una habilidad suya!-, blando, humilde y consentido.
Capítulo XLIX–El tío
de las vistas
De pronto, sin matices, rompe el silencio de la
calle el seco redoble de un tamborcillo. Luego, una voz cascada tiembla un
pregón jadeoso y largo. Se oyen carreras, calle abajo... Los chiquillos gritan:
¡El tío de las vistas! ¡Las vistas! ¡Las vistas!
En la esquina, una pequeña caja verde con cuatro
banderitas rosas, espera sobre su catrecillo, la lente al sol. El viejo toca el
tambor. Un grupo de chiquillos sin dinero, las manos en el bolsillo o a la
espalda, rodean, mudos, la cajita. A poco, llega otro corriendo, con su perra
en la palma de la mano. Se adelanta, pone sus ojos en la lente...
-¡Ahooora se verá... al general Prim... en su
caballo blancoooo!- dice el viejo forastero con fastidio, y toca el tambor.
-¡El puerto de Barcelonaaaa!- y más redoble.
Otros niños van llegado con su perra lista, y la
adelantan al punto al viejo, mirándolo absortos, dispuestos a comprar su
fantasía. El viejo dice:
-¡Ahooora se verá... el castillo de la Habanaaaa!-
y toca el tambor.
Platero, que se ha ido con la niña y el perro de
enfrente a ver las vistas, mete su cabezota por entre las de los niños, por
jugar.
El viejo, con un súbito buen humor, le dice: ¡Venga
tu perra!
Y los niños sin dinero se ríen todos sin ganas,
mirando al viejo con una humilde solicitud aduladora...
Capítulo XCIII – La escama
Desde la
calle de la Aceña, Platero, Moguer es otro pueblo. Allí empieza el barrio de
los marineros. La gente habla de otro modo, con términos marinos, con imágenes
libres y vistosas. Visten mejor los hombres, tienen cadenas pesadas y fuman
buenos cigarros y pipas largas. ¡Qué diferencia entre un hombre sobrio, seco y
sencillo de la Carretería, por ejemplo, Raposo, y un hombre alegre, moreno y
rubio, Picón, tú lo conoces, de la calle de la Ribera!
Granadilla,
la hija del sacristán de San Francisco, es de la calle del Coral. Cuando vienen
algún día a casa, deja la cocina vibrando de su viva charla gráfica. Las
criadas, que son una de la Friseta, otra del Monturrio, otra de los Hornos, la
oyen embobadas. Cuenta de Cádiz, de Tarifa y de la Isla; habla de tabaco de
contrabando, de telas de Inglaterra, de medias de seda, de plata, de oro...
Luego sale taconeando y contoneándose, ceñida su figulina ligera y rizada en el
fino pañuelo negro de espuma...
Las
criadas se quedan comentando sus palabras de colores. Veo a Montemayor mirando
una escama de pescado contra el sol, tapado el ojo izquierdo con la mano...
Cuando le pregunto qué hace, me responde que es la Virgen del Carmen, que se
ve, bajo el arco iris, con su manto abierto y bordado, en la escama; la Virgen
del Carmen, la Patrona de los marineros; que es verdad, que se lo ha dicho
Granadilla...
Capítulo C-La plaza vieja de toros
Una vez
más pasa por mí, Platero, en incogible ráfaga, la visión aquella de la plaza
vieja de toros que se quemó una tarde... de..., que se quemó, yo no sé
cuándo...
Ni sé
tampoco cómo era por dentro... Guardo una idea de haber visto -¿O fue en una
estampa de las que venían en el chocolate que me daba Manolito Flórez?- unos
perros chatos, pequeños y grises, como de maciza goma, echados al aire por un
toro negro... Y una redonda soledad absoluta, con una alta hierba muy verde...
Sólo sé cómo era por fuera, digo por encima; es decir, lo que no era plaza...
Pero no había gente... Yo daba, corriendo, la vuelta por las gradas de pino,
con la ilusión de estar en una plaza de toros buena y verdadera, como las de
aquellas estampas, más alto cada vez; y, en el anochecer de agua que se venía
encima, se me entró, para siempre, en el alma, un paisaje lejano de un rico
verdor negro, a la sombra, digo, al frío del nubarrón, con el horizonte de
pinares recortado sobre una sola y leve claridad corrida y blanca, allá sobre
el mar...
Nada
más... ¿Qué tiempo estuve allí? ¿Quién me sacó? ¿Cuándo fue? No lo sé, ni nadie
me lo ha dicho, Platero... Pero todos me responden cuando les hablo de -Sí; la
plaza del Castillo, que se quemó... Entonces sí que venían toreros de Moguer...
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