miércoles, 13 de marzo de 2019

Malena Teigeiro: La espera


Poco a poco, abrumadas por las raíces, las zarzas y los árboles salvajes que como pensamientos trastornados crecían entre las piedras, las paredes se fueron deshaciendo. De lo que había sido la casa, apenas quedaba un trozo de muro del que colgaba una ventana. Los cristales, limpios, fuertes, protegidos por las venecianas verdes, siempre abiertas, dejaban entrever unos ligeros visillos muy blancos. Nadie en la aldea entendía por qué no las cerraba el viento, ni tampoco por qué, a veces, como si danzaran, se movían los blancos y livianos velos. Tampoco comprendían que aquellas piedras fueran las únicas que se sostuvieran apiladas para soportar la ventana.

Mis padres dormían en la casa de al lado la noche en la que se quedó vacía. Dicen que no escucharon nada. Pero, desde entonces, cada día al salir a la calle veían que las zarzas y enredaderas, envolvían los fuertes muros de piedra, como si de una crisálida se tratara.

Era rubia, ligera como el aire, con los ojos azules, transparentes, iluminados por un cielo sin nubes, y desde que se habían muerto sus padres, vivía sola. Se llamaba Amalia. Él, alto, de piel turrada, fuerte, casi salvaje, había aparecido un verano, no se sabía desde dónde. Quizá, decían, había venido para la recolección del trigo o para la recogida de la fruta; quizá era uno de esos que llegaban a las ferias con sus columpios y puestos de rifas. Lo cierto es que era un hombre extraño. Cada vez que se cruzaba con un vecino, bajaba la cabeza y lanzaba una especie de quejido a modo de saludo. Nadie le había escuchado decir palabra. Solo hablaba en la taberna para pedir el vino. ¿Cómo se habían conocido? ¿Dónde? Nadie lo supo nunca, pero él entró en la casa de Amalia como en morada propia. Y se acostó en su cama deshaciéndola en amores. Y poco después trajo a su madre, una mujer con los ojos nimbados por oscuras sombras, y ropas viejas, pesadas, que nunca se cambiaba. Con ella llegaron tres niños, silenciosos, de mirada torva como él, que salían a jugar en la acera. Y también dijeron que su madre no era su madre, sino su mujer. Lo cierto es que a ciencia cierta, nadie sabía nada.

A partir de entonces, no se volvió a saber de Amalia. Hasta que un día desaparecieron todos y la casa, con la puerta bien atrancada, apareció cerrada. Solo se quedaron abiertas las verdes venecianas, con los cristales inexplicablemente limpios, y los visillos blancos.

Pasaba el tiempo y ningún vecino se atrevía a pisar las piedras de la casa de la puerta atrancada que, poco a poco, se deshacía.

Y empezaron los rumores.

Se dijo que Amalia no quiso ir con ellos y que vio cómo se alejaban a través de los cristales de esa ventana. Decían que estaban encantados porque apoyó en ellos la frente. También se habló de que alguien la oyó llorar, y aquellas lágrimas, como si de agua bendita se tratara, regaron los suelos y por eso crecían con fuerza la maleza y las enredaderas. Corrían rumores de que Antonio, el panadero, había visto una madrugada a Amalia limpiándolos y por eso se movían los visillos.

Lo cierto es que nadie la ha visto nunca.

El día en que la autoridad se abrió paso entre las zarzas, se supo que no habían sido sus lágrimas las causantes de tanta maleza sino que la sangre que brotó de su garganta regó y fertilizó la tierra.


Y desde entonces, algunos vecinos susurran en las tabernas y alrededor de las chimeneas, que el espíritu de Amalia lo espera, porque, al verlo, podrán revivir ella y el no nato, que duerme en su podrido vientre.

© Malena Teigeiro

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