Cuando anochece,
ella corre las cortinas y, sin encender la luz, se sienta para oír el piano de
su vecino. Siempre toca a esta hora, al final de la tarde. Las notas le llegan
amortiguadas a través del tabique. Casi siempre toca lo mismo, piezas
reconocibles que ella, después de tanto oírlas, se sabe de memoria.
─¿Le doy mucha lata con mi música? ─le decía cuando
coincidían en el ascensor. ─¿Le molesta el piano?
─No, no, al contrario, me gusta oírlo, me hace compañía ─contestaba.
Era cierto, ella esperaba esta hora de la tarde, como una
de las mejores del día, por eso procuraba estar en casa. Escuchar el piano la
hacía olvidar que estaba sola. A veces se imaginaba que tocaba exclusivamente
para ella, y eso le hacía sentirse importante.
Apenas veía a su vecino, pero sabía que también estaba
solo, aunque no siempre había sido así, estaba casado con una mujer francesa,
muy guapa, que un buen día lo abandono. La portera le había contado esta
historia y otros detalles de su vida, que a ella la sirvieron para completar la
personalidad del pianista: que frecuentaba la iglesia, que trabajaba en un
banco, que nadie lo visitaba y que los fines de semana los pasaba cazando, esto
último ella ya lo sabía, lo había visto salir de casa con una escopeta en un
estuche y no volver hasta el domingo por la noche.
No lo vigilaba. No
le importaban sus idas y venidas, aunque estaba atenta a los ruidos para saber
que estaba en casa. Saberlo le hacía sentirse bien. Eso le bastaba, jamás tuvo
la tentación de emplear el viejo truco de llamar a la puerta para pedir un poco
de sal o harina y entablar conversación. Las pocas palabras que cruzaron entre
ellos siempre fueron amables.
Fue en el mes de noviembre, cuando el piano dejo de sonar.
Ella al principio no se preocupó, podía estar ausente, otras veces había
pasado. Luego, cuando pasaron los días y todo seguía en silencio sintió, por
primera vez, la soledad. Se sintió más
sola que cuando murió su padre, al que cuidaba; más sola que el día en que
comprendió que ya no se casaría. Tuvo el presentimiento de que, esta vez, su
soledad era definitiva. A los pocos
días, la despertó un ruido en la casa de al lado, eran los mozos de la casa de
mudanzas que bajaban el piano con cuerdas desde el balcón hasta la calle. No
pudo contenerse y bajo para preguntar a la portera.
─¿No lo sabía? Don Ricardo tuvo un accidente cazando. Fue
a principios de noviembre, pero pudo ser un suicidio, sufría un cáncer terminal
desde hace más de un año. Me lo contó su hija, que vino para recoger sus cosas.
Hoy han venido a buscar el piano.
© Socorro González-Sepúlveda.
Triste pero bonito relato. Felicidades.
ResponderEliminarGracias, Blanca, un beso.
EliminarTransmite la suma de soledades, sencillamente.
ResponderEliminarMuy bonito!!!